La felicidad secuestrada, la infancia dura: los mismos ojos inocentes, de niños entristecidos por la miseria –que entones era la misma en Nghe An y La Habana–.
Ese mundo cruel les arrebató hermanas en flor al que nació en Anam y al que vio la luz en la calle Paula. Al vietnamita lo dejó sin Nhuan, que murió en 1906 sin cumplir cinco años. Al cubano le había arrebatado a María del Pilar en 1865, antes del cuarto aniversario de la pequeña. Entones, el verso gimió: «Mi hermana ha muerto/ Pensar espanta, /cuando se tiene el alma en la garganta». Después, rebeldía, exilio, conspiración; la cárcel, y la salud quebrantada, pero intacta la llama de libertad, esa que inflamaba sus pechos y que los dos avivaron con prosa, fusil y poesía: arte, metralla y amor para liberar.
Hoy todavía parecen almas gemelas hasta en su incapacidad –su única incapacidad–: la de ignorar al desposeído, al olvidado, la de hacer vista gorda ante la injusticia en cualquier parte, contra cualquiera.
Fundar un partido, forjarlo, fundirse en él y en su pueblo; detonar la carga emancipadora, y al mismo tiempo, educar: «ser culto es el único modo de ser libre», dijo el patriota cubano; «un pueblo analfabeto resulta débil», advirtió el héroe de Anam.
También aquel amó a su «María Mantilla», hija de un amigo de causa. Era francesa, parisina. Babette le llamaba él con cariño a la niña, destinataria de tiernas cuartillas escritas desde la selva, desde la guerra de aquel país, que también era necesaria.
Parecería que alguien, que algo, concibió un mismo itinerario existencial, para dos que habitaron épocas, escenarios y circunstancias distintas.
¿Quién explica el enigma, el hermoso misterio?, ¿qué fuerza, qué poder obró tan espléndida semejanza? No lo sé. Pero celebro que, salvo en sus facciones – asiática y latinoamericana–, y más allá de sus nombres, no exista otra diferencia entre Ho Chi Minh y José Martí. De ellos, que son semillas de pueblos, nos vienen Fidel, Raúl, Díaz-Canel, Vo Nguyen Giap, Pham Van Dong...
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