ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Serie Las bucaneras, estrenada en la Televisión Cubana. Foto: Fotograma de la serie

La serie Las bucaneras, versión libérrima de la novela de Edith Warton, es la oposición complaciente y falaz de todo cuanto la buena teleficción británica nos ha regalado a través de las décadas.

Pese a tratarse de una industria audiovisual que, por regla, resulta bastante benevolente con su historia cortesana, también nos ha permitido reposar la mirada, de forma muy realista, en ese otro país de los bajos fondos, de la gente que no pernocta en palacios repletos de comida, sino en tugurios llenos de hambre y pestilencia.

Series del corte de la excepcional Tabú o de la también notable La sangre helada, entre otras muchas, dan cuenta de cómo, mientras el imperio británico exprimía la sangre de medio mundo, en Londres u otras ciudades millones de personas se ahogaban entre la pena insoportable de vidas al límite, hechas dianas del estertor.

Al verse tales series, pareciera que nos adentrásemos en esos adoquines mugrientos o en esas tabernas u hosterías gobernadas por las ratas; pareciera que oliésemos las emanaciones agrias del ambiente, el orín en las cunetas, el vaho del alcohol barato, los sudores enquistados entre cuerpos que deambulan por calles sórdidas, retratadas casi siempre desde tonos grises u oscuros.

De acuerdo, no enfoca ese universo pobre, pero cuanto hace Las bucaneras, serie inglesa estrenada en Cuba y producida por la plataforma estadounidense Apple tv +, es una de las tomaduras de pelo más sabrosas que nos regalase Albión. Y eso que hablamos del país donde se ambienta la inenarrablemente mendaz Los Bridgerton.

Justo esta última serie norteamericana de Netflix, cuya historia se desarrolla en Inglaterra, resulta el dudoso mástil de referencia para que se echase a la mar del streaming un navío tan endeble como Las bucaneras. Dilucidar aquí cuál de las dos es peor resulta una difícil ecuación que les dejo para resolver a los televidentes.

Sofía Coppola no pudo imaginar el daño –involuntario– que causaría al audiovisual tras la irrupción de su excelente María Antonieta (película de 2006 en la cual realiza una deconstrucción pop del universo cortesano francés, desde una puesta en pantalla muy sensorial, a merced de un intencional anacronismo melódico, el pastiche lúdico, la ironía, la policromía exultante y, sobre todo, del afán final de reflejar la inmensa banalidad y vacío de ese mundo).

Los Bridgerton y Las bucaneras lo único que «entendieron» de la película de Coppola fue lo de la música de actualidad y los colores. O sea, una observación de kindergarten resuelta entre canciones de Olivia Rodrigo/Taylor Swift, un derrame de pigmentaciones rebeldes que haría palidecer a la selva tropical o a todo el cine de Almodóvar, y más flores que las del jardín de Regreso al corazón.

Al inicio, se querrá comprender a los personajes centrales de Las bucaneras (estas cinco jovencitas norteamericanas casaderas en el Londres cortesano de la reina Victoria), su necesidad de integración y aceptación, la imposibilidad de desapartarse de un destino que condiciona su estabilidad a la presencia de un esposo, su misión final de convertirse en esposas–floreros, o su resistencia a ello…

Luego, la misma serie hará olvidar cualquier preocupación del receptor, cuando vea que aquí todo se convertirá en puro juego: una chiquillada tontina en la cual cualquier intento de comentario social quedará diluido entre la ingenuidad ñoña con que Las bucaneras mira a la nobleza decimonónica británica. Nobleza que nunca aceptaría, entonces, que uno de sus hijos desposase a una mestiza yanki como Conchita, ni que personas sin pedigrí social comiesen en sus mesas, opíparamente servidas con su arrogancia de siglos.

La serie –destinada al universo juvenil de la era Tik Tok–, más que traducir o explicar, lo que busca es deslumbrar, choquear, sonsacar, sin parar mientes en cuánto daño hace su jueguito de muñecas.

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