Un bootlegger, es decir, uno que vendía alcohol en época de la prohibición en Estados Unidos, hizo de un garaje un sitio de cervezas en cuanto la prohibición fue repelida. Kenneth Threadgill abrió una gasolinera de Gulf con la intención de vender más que combustible, o más bien, más de un combustible en el establecimiento. Habiendo logrado la primera licencia de venta de bebidas alcohólicas del condado, el dueño hizo de su establecimiento un lugar frecuentado por músicos de viaje que llegaban lo mismo a beber que a tocar, ocasionalmente.
No sobrevivió a la COVID-19. Sus dueños, Eddie y Sandra Wilson, que lo habían convertido en un restaurante de comida sureña desde los años 80, se vieron obligados a cerrarlo. Allí, en los años 60, en un ambiente de hippies, y betanicks, una estudiante de Texas que tocaba y cantaba blues comenzó a asistir los miércoles, y a cantar sus entrañas. Asustado por lo que oía, Threadgill la protegió contra quienes, burlándose, no entendían a aquella adolescente. «A muchos no les gustaba como cantaba», confesaría el pianista Floyd Domino. «Kenneth le dio confianza, y ella terminó yéndose a San Francisco. El resto es historia». El sitio terminó llamándose Threadgill, por su fundador.
Ya he hablado de Janis Joplins. Pero como de tantas otras cosas, hay de quienes nunca se habla demasiado. Es decir, cuando se habla bien. Y todo el mundo redefine bien a su manera, después de escucharla.
Nunca estuve allí, en el Threadgill, ni siquiera sé cómo es por dentro; pero, cuando leí la noticia de que cerraría, me puse triste por aquello de la nostalgia prestada. El lugar quedará como recuerdo para los que recuerden, y para otros (nuevos) será una gasolinera.
¡Qué bella eres, Janis! Cantabas como si fueran confesiones. No importa si las canciones eran de otros, las hacías testimonio de tus dolores.
Lo mismo me pasa por estos días cuando leo lo del genocidio en Palestina. Me imagino a las personas retorciéndose bajo el asedio aéreo. Los niños gritando sin saber de qué se trata el horror que están viviendo. En este caso, la nostalgia prestada me viene por esa música de horror que no escucho y, sin embargo, no deja de llenarme los oídos. Un The Star-Spangled Banner a lo Jimmy Hendrix permanente. Una memoria demasiado repetida en la historia.
Nadie manejó la capacidad discursiva del grito como ella lo hizo, nadie gestionó el lenguaje corporal como ella lo hizo. Lo suyo era el método llevado a la canción. La James Dean de ese mundo que asumió hasta que la reventó como a él: al volante. Todo eso y más ocurrió antes de que los cuervos descendieran, y volvieran todo el paisaje en una feria de juegos artificiales.
De vez en cuando, la industria necesita algún que otro suicidio (Cobain, Cornell, Chester…) que les dé un empujoncito a las ventas alicaídas. Frutos de la muerte como sal de la ganancia.
Antes, esos eventos acompañaban lo trágico con la gravedad del iconoclasta. Ahora se celebran como marketing para aumentar ventas. La herejía es garantía de leña para calentar vejeces de vanidades. Los suicidios son de aquellos que, como último acto, se niegan a sus hogares.
De manera permanente, la otra industria necesita de la muerte, esa que no se individualiza, que no tiene nombre, que no acecha a cantantes y artistas, y si hace noticia, lo hace con rostros ausentes; semblantes torcidos que no cantan, y quisiéramos que no hubiera necesidad de cantarlos. Ellos, cuyos locales de vida no sobrevivieron a la matanza, la demolición controlada, el retumbar de baterías aéreas. El suicidio como acto colectivo de rebeldía, y el marketing de las muertes como promoción de armas «inteligentes».
No sé por qué, al hablar de Janis, tengo al piamontés metido en la cabeza. El que tradujo y luego fue traducido. También él murió de su mano cuando le faltaron las palabras, un 26 de agosto de 1950; un día anodino en que los abismos del mundo abrieron una puerta en una habitación de un hotel de Turín.
Aquel que escribió vendrá la muerte y tendrá tus ojos / esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento / o un vicio absurdo. Claro que se trata de Pavese.
Ahora que sé que el Threadgill cerró, me siento como la primera noche en que no te he escuchado. Solo en veladas extrañas te reproduzco. El placer de sentirte cerca. Tan cerca como le es posible a tu sonido.
No sé si escucharte será igual ahora que el Threadgill ha cerrado. No me engaño, nunca estuve allí y no sé cómo es por dentro. Pero eso era antes de leer la noticia de su clausura. Ahora me parece conocer cada silla, cada mesa y el escenario donde cantabas. Es por aquello, sabes, de las nostalgias prestadas.
Decía, por si la ambigüedad dejó alguna duda, que nunca he estado en Gaza, y no sé cómo son sus calles. Pero eso era antes de saber qué es zona cero. Ahora, me parece que conozco cada barrio, cada escuela, cada hospital, cada patio. Es por aquello, de la memoria colectiva, donde cada muerte son todas las muertes.
Pero no todo está perdido, después de todo también la noche se te asemeja, / la noche remota que llora, muda, en el corazón profundo, y las estrellas pasan cansadas. / Una mejilla toca una mejilla. Es un estremecimiento frío, alguien / se debate y te implora, solo / perdido en ti, en tu fiebre.
Ahora que Gaza ha cerrado, creo oírte a ti, Janis, en cada aullido de un niño que han callado. Forzado el silencio, porque alguien decidió que su sangre era buena para cotizar el alza en la bolsa. Y recuerdo cuando decías que «mañana nunca ocurre» y, como Pavese, me repito una y otra vez: «nada de palabras».
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Guido dijo:
1
3 de marzo de 2024
13:59:42
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