
Había llegado a Nueva York siete años después de iniciarse en la danza en 1931, en la Escuela de Ballet de la Sociedad Pro-Arte Musical de La Habana, bajo la guía del profesor ruso Nicolai Yavorski. Sus destacadas actuaciones, especialmente en El pájaro azul (1932), Coppelia (1935), Claro de luna (1936) y El lago de los cisnes (1937) ratificaron su decisión de hacerse una bailarina profesional. Allí con Zanfretta, Vladimirov, Oboukov, Vilzak, Balanchine y Fedórova, se dio a la tarea de pulir sus excepcionales condiciones naturales y pertrecharse de una sólida técnica. La dura brega incluyó las comedias musicales de Broadway, la School of American Ballet, el American Ballet Caravan y el ingreso en las filas del Ballet Theatre de New York desde su temporada inaugural. Sobre la base de una completa dedicación y un disciplinado quehacer, acaparó la atención de maestros y coreógrafos de la talla de Fokine, Tudor, Loring y, muy especialmente, la del inglés Anton Dolin, quiénes desde muy temprano vieron su luz de estrella.
Es por esa época que tiene su primer contacto con el ballet Giselle, al verlo representado por el Ballet Ruso de Montecarlo, con Alicia Markova y Anton Dolin en los roles protagonistas; y asume los papeles de una campesina y una wili, en la puesta que el Ballet Theatre hace de ese clásico del romanticismo, bajo la supervisión del propio Dolin. Su estatura emerge sólidamente de las anónimas filas del cuerpo de baile. Su interpretación en el estreno del Pas de Quatre, en la versión de su maestro, realizada en el Teatro Majestic, el 16 de febrero de 1941, concita la admiración de todos y hace que John Martin, el prestigioso crítico del The New York Times, formule su histórico vaticinio, al decir que «su exquisita interpretación de Carlotta Grisi no es más que una advertencia de que, antes de lo previsto y por derecho propio, ascenderá al más famoso rol: Giselle». Se abría para ella el camino del triunfo, sin embargo, pocos días después la adversidad le mostraba su rostro más cruel: dos operaciones realizadas por el médico español José Ramón Castroviejo, en el Hospital Presbisteriano de Nueva York, por el desprendimiento de la retina de su ojo derecho y el diagnóstico de que nunca más volvería a bailar.
El obligatorio reposo la hace retornar a Cuba, donde nuevamente volvió a ser operada, esta vez en los dos ojos. Vino entonces un largo periodo, que no fue de inercia para ella, pués desde su lecho de enferma luchó por no perder el tono muscular y mantener vivos, mentalmente, no solamente los roles ya asumidos, sino el gran sueño: encarnar un día a Giselle, la heroína creada por Grisi en la Opera de París, el 28 de junio de 1841, surgida del genio creador de Gautier, Coralli, Perrot y Adam. Los férreos dispositivos que cubrieron sus ojos por largo tiempo fueron ensanchándose y volvió a ver la luz y a caminar.
Soplaban vientos de cuaresma cuando su perra gran danesa, llamada Lota, parió 13 cachorros, un número de suerte, según la cábala. Mientras la contemplaba, una mampara desprendida de sus goznes, golpeó duramente su cabeza. El pánico invadió a la angustiada familia, pensando en las consecuencias de tan duro golpe, pero en los ojos de Alicia- Hunga nada había sucedido. El diagnóstico del Dr. Alamilla se había corroborado. No eran los ejercicios de ballet los causantes de sus males visuales.
Adagio
Habían pasado 15 meses de angustias e inmovilidad, pero a pesar de que solo con 21 años de edad su visión había quedado limitada a una proyección cónica, su decisión de volver a bailar lejos de aminorarse se había fortalecido. El 25 de junio de 1942 estaba de vuelta a los escenarios, para interpretar el Preludio de las sílfides junto a Fernando Alonso y el Ballet de Pro-Arte. Le siguieron sus coreografías para las óperas Aida y Mignon; para los efímeros desempeños de la Asociación Teatral-Danzaria La Silva, y un valioso trabajo en La hija del general y Forma, de su cuñado Alberto Alonso; y en Ícaro, de Alexandra Denisova. Los ecos de su retorno a los escenarios llegaron hasta Nueva York y desde allí Lucia Chase y el Ballet Theatre la reclamaron ansiosos. Decidida, hacia allá marchó de nuevo.
Era el mes de septiembre de 1943. En el Ballet Theatre debió enfrentar duros retos, pero los venció mientras lograba restablecer su tonicidad muscular, superar las rigideces del cuello y adaptarse a las nuevas posibilidades de visión sobre un escenario. Reasumió sus antiguos roles y enfrentó los nuevos, entre ellos, bailar Capricho español, junto al célebre bailarín ruso Leonide Masiine y a Jerome Robins, su compañero de los tiempos iniciales en las comedias musicales. Corría por entonces la temporada de otoño de la compañía en el Metropolitan Opera House y Giselle, con Markova y Dolin, constituían la mayor carta de triunfo para Sol Hurok, el más famoso de los empresarios teatrales. Repentinamente se conoció la noticia de que la Markova había sido operada de una inesperada hernia y se hacía necesario un reemplazo. Las solistas Nora Kaye y Rosella Hightower se negaron a hacerlo. La Alonso lo aceptó y con solamente cinco ensayos, llevada de la mano por su fiel maestro Dolin, el 2 de noviembre de 1943, inició su ruta como la aldeana-wili. El resto de su órbita se debate entre la historia y la leyenda.
Coda
Nuestra ilustre compatriota inició una nueva jerarquía de valores, técnicos, artísticos y dramatúrgicos, en una tradición iniciada por Grisi y enriquecida posteriormente por figuras legendarias como Fanny Elssler, Ana Pávlova y Olga Spessítseva. Durante todo el tiempo transcurrido entre su debut y su última aparición en el rol, la trayectoria de Alicia, tanto en su condición de intérprete como de coreógrafa de una versión considerada antológica, ha sido aclamada desde Copenhague a Buenos Aires y desde San Francisco a Beijing, como eje central de un vasto repertorio de más de cien títulos. Y ese fenómeno escénico ha logrado, al paso de los años, tejer una leyenda a la cual se rinde tributo en cada aniversario, por los muchos valores que encierra. Hay que recordar que el triunfo de Alicia no fue simplemente el de una bailarina talentosa, de solo 22 años, en un rol muy exigente, sino también el de un ser humano sobre una dura adversidad y la ratificación de una ética personal, decidida a defender el potencial de talento de los latinoamericanos, para imponerse en formas exquisitas de un arte considerado hasta entonces prebenda de las llamadas «culturas superiores».
Alicia bailó el rol de Giselle durante medio siglo, desde la noche del debut hasta la del martes 2 de noviembre de 1993, regalándonos una magia que no se ha extinguido. Al dejar de hacerlo físicamente ha prolongado su magisterio en una versión que ha reinado, entre otros muchos sitios prestigiosos, en las Óperas de París y Viena; el teatro San Carlo, de Nápoles; en el Palacio de Bellas Artes de México; en el Teatro Teresa Carreño, de Caracas; y en el Colón, de Buenos Aires. Al verla allí, el eminente crítico argentino Fernando Emery expresaría proféticamente: «Ella nació para que Giselle no muera». Y así ha sido, para orgullo de todos.
Pero en esta hora de especial homenaje por su cumpleaños 98, podemos imaginarla nuevamente sobre el escenario, escoltada no solo por la aldeana-wili, sino también por las princesas Odette, Aurora, Hermilia y Florina; la maléfica Odile, por Julieta y la ninfa Elora, la maja Kitri y el Hada garapiñada, la novia mexicana de Billy the Kid y Madame Taglioni, las atormentadas Carolina, Ate y Lizzie Bordem, la gitana Zemphira, las pícaras Lisette y Swanilda, la incestuosa Yocasta y la abandonada Dido, la legendaria Diva, o la Carmen libérrima y sensual, entre los muchos que integran la increíble galería de personajes que creó en un repertorio de 134 títulos. Así aparecerá siempre ante nuestros ojos, entre la realidad y el mito.
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Aristónides Ferrer Guzmán dijo:
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21 de diciembre de 2018
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Arturo del Villar dijo:
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Zaida frederich Fernandez dijo:
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