Tras arduas faenas fueron dados a conocer en el teatro Martí los ganadores del Concurso Nacional de Música de la Uneac, convocado en esta oportunidad en dos especialidades: piano y composición.
El primer premio fue compartido por Katerina Rivero Hrístova y Lianné Vega, jóvenes que desplegaron sus talentos mediante un repertorio de obras de diversos estilos, incluyendo partituras contemporáneas. El segundo premio recayó en Danae Olano.
A fin de cuentas, todos los concursantes ganaron. Porque, como dijo el maestro Frank Fernández en la inauguración del certamen, el solo hecho de haber preparado el repertorio de la competición y afrontar sus exigencias, los enriqueció.
En el ámbito de la música de concierto, este es el concurso de más antigüedad entre nosotros. Precisamente Frank fue el primero en conquistarlo en 1966. Y correspondió a cuatro de los laureados en las más recientes ediciones protagonizar la jornada de apertura en la Basílica Menor de San Francisco, en una presentación que hizo evidente la pujanza de una nueva generación de pianistas cubanos, asistidos por un encomiable desarrollo pedagógico. Esta edición honró a tres de esos maestros, Ninowska Fernández Brito y el propio Frank, presentes en el tribunal evaluador, y Teresita Junco, cuya memoria permanece.
Víctor Díaz Hurtado hizo una inmersión muy sensible en las aguas de la Sonata op. 109, de Ludwig van Beethoven, pieza compuesta en 1820 y que denota el ímpetu de un autor que hacia el final de su vida quiso siempre avanzar por sendas inéditas, como lo es ese portentoso sentido de la variación cuidadosamente subrayado por el pianista.
En otra dirección se movió Andrés Martínez Echevarría al tratar de desentrañar las dificultades de la Sonata no. 2, de Alexander Scriabin, completada en 1898, la cual plantea un desafío estilístico debido la ambivalencia entre la herencia chopiniana y las necesidades expresivas de un compositor que se anticipaba a la renovación impresionista.
Un notable impacto en el auditorio consiguió el matancero Oscar Verdeal con Doce preludios americanos op. 12 (1944), del argentino Alberto Ginastera. El intérprete transmitió con vitalidad los fundamentos de una obra reveladora del concepto sonoro de una identidad y a la vez lúcido ejercicio para el despliegue del más puro pianismo.
Llegó entonces la hora de Fidel Leal y la Sonata no. 7, de Serguei Prokofiev, estrenada por Sviatoslav Richter en plena Gran Guerra Patria, espejo de tensiones espirituales resueltas con audacia constructiva en medio de un severo tratamiento formal. Ahí está ese primer movimiento con su riqueza cromática y su ríspida entonación; la recreación del tema de Schumann que da pie al desarrollo casi circular del andante; y la tocata final, tempestuosa y excitante.
Como regalo final de esa velada, Rodolfo Argudín (Peruchín), junto al baterista Juan Carlos Rojas y el bajista Lázaro Rivero, recordó que la escuela cubana de piano y el magisterio de Frank Fernández se proyectan también en nuestra manera de hacer jazz.
A los concursantes también llegó un mensaje de la maestra Alicia Perea, miembro del jurado: aprendan a tocar y compartir; y no olviden la tremenda música que para el piano han creado los compositores latinoamericanos, incluyendo, desde luego, a los cubanos.
En cuanto a composición esta vez las bases apuntaron hacia el piano. El primer premio correspondió al guantanamero Ernesto Oliva por Cinco danzas. El jurado, presidido por Jorge Garciaporrúa e integrado por José Loyola y Juan Piñera, reconoció en esa partitura una expresión innovadora de la tradición insular. El segundo y tercer premios fueron adjudicados a Javier Iha Rodríguez y Nathalie Hidalgo, respectivamente, por las series de preludios presentadas.
Los máximos ganadores del certamen pianístico protagonizarán el año próximo sendos recitales en la sala Ignacio Cervantes, de Prado. No se sabe, en cambio, cuál es el destino para la difusión de las partituras premiadas en composición, deuda que tendrá que saldar la Asociación de Músicos de la Uneac.
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