Regreso al corazón no es un Antonioni ni tampoco Breaking Bad, sino una telenovela, y una en extremo comprometida con las cartas náuticas de este tipo de travesías audiovisuales. Por ende, no debemos formularle recalcitrantes e incongruentes demandas, que en realidad la exceden. No es condescendencia, sino objetividad.
Entretener, estrujar las emociones e impactar sentimentalmente –tres de las encomiendas centrales de cualquier radio o telenovela– fueron cumplimentadas, de forma fehaciente, en la muy vista pieza transmitida por Cubavisión, ya en su recta final.
Poco beneficiada por su título y su bastante incierto inicio, Regreso al corazón fue de menos a más, para crecer a medida que avanzaban los capítulos, ganándose a gran parte del televidente.
Comprometida sin ambages con los códigos más ortodoxos del género, no resultaron pocos los momentos cuando los personajes expusieron, melodramáticamente o no, las crispaciones de su naturaleza afectiva y se abrieron en canal, al subrayar sus penas, frustraciones, tropiezos, deseos, sueños o esperanzas.
Por supuesto, lo anterior pudo gestionarse sin esa superpoblación lacrimosa que congestionara innumerables escenas. Sería difícil recordar un material reciente donde se llorase tanto, por parte de tantos personajes. Existen disímiles modos de exponer el dolor que, de haberse considerado, hubieran ayudado al relato y a los actores.
Botón de mérito del material escrito por Joel Monzón y Alberto Jaime, bajo la dirección general de Loysis Inclán, y la codirección de Eduardo Eimil, es que varios de los conflictos de los personajes arriba aludidos (algunos de meritoria intensidad dramática) encuentran su expresión real en la experiencia diaria dentro de escuelas, hogares, centros laborales o epicentros vecinales.
Probablemente, muchos espectadores se vieron identificados en lo descrito por sus diferentes subtramas, en lo tocante a los celos laborales, los traumas familiares, el abuso escolar, las enfermedades, o el derecho de las parejas a la reproducción asistida, entre otros temas.
En aras de ganar credibilidad, sí hubiese sido aconsejable que el espectro social en el que ambientaron tales conflictos se expandiera hacia zonas demográficas de menor alcance económico.
No se trata solo del caso de la finca de Violeta y Joaquín, espacio esencial a la trama y hogar de una familia poseedora de un negocio, entendible por tanto su forma de vida. La mayoría de los personajes vive en tan confortables como amplias y céntricas casas, sin problemas para preparar maravillosos desayunos o meriendas, sin el mínimo contratiempo energético. Por más que folletines o culebrones pertenezcan a la esfera de la evasión, o se tomen sus licencias, también son prudentes ciertas anclas de realidad.
Pero, mucho más que lo anterior, la circunstancia traumática que problematiza una mejor valoración del trabajo radica en su tendencia a la explosión indiscriminada de giros, y a tensar los recursos del género hasta un punto lindante con lo incontenido. El espacio solo permite un ejemplo: el tropo del «padre verdadero», irrenunciable para la radionovela o la telenovela latinoamericanas, aquí resulta usado por partida doble. Creo que con un caso debió bastar.
Si se tiene en cuenta el desmedido tiempo que el crimen de Silene estuvo en pausa, el guion debió concederle más tiempo en pantalla a su actriz, Dalia Yacmell, entre las agradables contribuciones de intérpretes jóvenes a la pieza. De ellos sobresale Marelys Álvarez Oropesa en el papel de Olivia, debido a su diversidad de registros. Su rostro puede convertirse en un diccionario de emociones.
Justo los actores encargados de los personajes de sus padres, Linda Soriano y Delvys Fernández (Leticia y Mariano), merecen los vítores en este terreno. Ninguno como ellos llenó ni electrizó tanto la pequeña pantalla dentro de una telenovela bien actuada de forma general, aunque con errores de selección de reparto y una obvia falta de química entre Alejandra y Diego, la pareja central.
Madres e hijos que parecieran tener la misma edad (Teresa y Rodolfito), personajes exageradamente estereotipados como el de Zenia, o transformaciones muy abruptas en el arco de desarrollo de otros –semejante a la experimentada por Eduardito–, tampoco respaldaron a Regreso al corazón.
A pesar de estos y otros fardos, debe reconocérsele su habilidad para enganchar al espectador, gracias a un ritmo trepidante, buenos personajes e historias emotivas que lo han atrapado medio año.












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