Un nombre singular dentro de las letras cubanas es el de Alfonso Hernández Catá, narrador, poeta, dramaturgo y diplomático, autor de resonancias universales, del que poco se habla y del que tanto podríamos decir. Unos breves apuntes en el Diccionario de la Literatura Cubana, del Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, nos ofrecen estas señas: nacido en Aldeadávila de la Ribera, España, el 24 de junio de 1885, y fallecido el 8 de noviembre de 1940, en Río de Janeiro.
La nota destaca que vivió hasta los 14 años en Santiago de Cuba –de donde siempre se sintió un hijo– y que después se trasladó a España, donde vivió una vida bohemia. En 1905 regresa a Cuba y se establece en La Habana, y aquí trabaja como lector de tabaquería y publica sus trabajos en importantes periódicos. Más tarde matriculará en una carrera diplomática (en Francia) y será, después, cónsul en diversos países; encargado de negocios en la legación de Cuba en Lisboa y ministro en varias naciones latinoamericanas. Una referencia a algunas de sus obras y el dato de que títulos suyos fueron traducidos a varios idiomas pone fin a la entrada del diccionario.
Ni sus solventes posibilidades económicas ni su estancia en otras tierras en las que estudió y asumió importantes cargos, lo apartaron de los sentimientos anticoloniales aprehendidos en su cubanísimo hogar.
Pendiente del entorno cultural de la Isla, y vinculado a su vanguardia intelectual, fueron amigos cercanos suyos, entre otros, Emilio Roig de Leuchsenring, Rubén Martínez Villena y Juan Marinello. Ferviente antimachadista, escribió el libro de cuentos Un cementerio en las Antillas, de absoluta denuncia al tirano. El título vio la luz tras haber renunciado a su cargo en la legación de Cuba, precisamente por su disconformidad con la dictadura.
Autor de más de diez novelas, de unas 14 obras de teatro, y varios libros de cuentos, Hernández Catá fue un gran admirador de José Martí. Escribió el artículo periodístico La sombra de Martí, en el que profundizó en su poesía; publicó Mitología de Martí, un original libro que recoge relatos «a través de los cuales la imagen del Apóstol se convierte en guía tutelar del futuro de la nación. En este volumen aparece Don Cayetano el informal, publicado en 1926, uno de los textos más antologados del autor, donde se reitera la preocupación de Hernández Catá y su denuncia por la codicia imperialista de los recursos naturales de Cuba».
Quien así lo refiere es el académico y docente universitario Rogelio Rodríguez Coronel, en una conferencia denominada Alfonso Hernández Catá, ¿un olvidado? (para él no lo es, sino que en la actualidad, dice, ha sido poco y mal leído). En ella comparte interesantes apuntes en torno al escritor y considera, respecto a Mitología…, que bien valdría la pena rescatar el volumen «pensando sobre todo en el joven lector cubano de hoy, pues su didactismo y calidad narrativa proporcionan una seductora experiencia de lectura».
No faltaron quienes, con toda mala intención, procuraron en vano empañar su obra, señalándole una ausencia de cubanismo, un cubanismo que, para usar sus palabras, algunos creían encontrar en «ese barniz visible al primer golpe de vista (…) que poco revela de la entraña».
Juan Marinello, en alusión a su cuentística, llegó a decir que en más de uno de sus cuentos –muchos se convertirían, escribió, en clásicos de nuestras letras– «estaba el deseo de darle al género la talla perfecta que resista las mordeduras inmisericordes del tiempo y de las desencadenadas pasioncillas de la “envidia literaria”».
Con el magisterio que lo caracteriza, Rodríguez Coronel –quien en el citado trabajo recogido en el libro Escritores olvidados de la República, de Ediciones Unión, se detiene en más de uno de los títulos de Hernández Catá– elogia el cuento Los chinos y lo califica como uno de los mejores de la narrativa cubana.
En Río de Janeiro, hace 85 años, un accidente de aviación puso fin a su vida. Sus amigos, la poeta chilena Gabriela Mistral y el escritor austríaco Stefan Zweig, exiliado en Brasil, pronunciaron hermosas palabras para rendir tributo al cubano, en una sesión organizada por la Comisión Brasileña de Cooperación Intelectual y el Instituto Brasileño-Cubano de Cultura.
«No podía vivir si no era en medio de la gran cordialidad humana, y dondequiera que se hallase, creaba en rededor suyo una atmósfera limpia y bienhechora», dijo de él el autor de Impaciencia del corazón.
Por su parte, la Mistral consideró, entre un largo rosario de elogios, que «el gozo que daba a sus amigos el trato de Alfonso Hernández Catá venía, para mí, de dos cosas: de la gran humanidad que manaba de sus potencias, humanidad de ibero y de antillano, y venía de la seducción de su charla (...). Había en ella una especie de voluptuosidad del charlador con el idioma del que era a la vez servidor y dueño, obrero y señor».












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