Nunca he poseído la habilidad necesaria para descubrir el alabado talento del brasileño Karim Aïnous. Esa podría ser una forma sutil de decir que jamás me he sentido totalmente satisfecho con su obra, algunos de cuyos títulos considero depositarios de una sobrecarga y reiteración de ideas tan pesada, que realmente me abruman.
La postergada conciliación con su trabajo vino, de parte de este comentarista, a través de esa motivadora reasunción contemporánea del melodrama que es La vida invisible de Eurídice Gusmao (2019), película que, en clave histórica, ofrece una pertinente lectura sobre el empoderamiento femenino, tema reiterado en su ejecutoria.
También fue una experiencia interesante su pieza posterior, el documental Marinero de montañas (2021), en el cual el realizador establece una suerte de tributo a sus raíces, mediante un viaje a Argelia, la tierra natal de su padre, país que observa con detenimiento y poderío visual, aunque sin enfatizar en su terrible pasado colonial.
La reina de fuego (2023), la siguiente película de Aïnous y primera suya en inglés, posee las buenas intenciones de adaptar la novela histórica de Elizabeth Fremantle desde un punto de vista que prescinde de todo ornamento para centrarse en las vicisitudes de Catalina, la única reina consorte que Enrique VIII dejó con cabeza.
Sin dejar de valorar su alegato sobre la violencia de género, el problema de La reina de fuego es su frialdad glacial –algo en franca desarmonía con los arrestos temperamentales típicos del cine de este director–, su falta de matices, el tono sentencioso del relato y el infausto delineado (desde el guion, en lo interpretativo a Jude Law no le que queda otra que meterse en el saco) de su Enrique VIII.
En Motel Destino (2024), la más reciente película del director –cinta que concursó en este 45 Festival–, Aïnous cambia radicalmente de tercio. De un drama de época de la Inglaterra del siglo XVI, se desplaza al presente, al territorio del nordeste brasileño, zona tan explorada por los creadores fílmicos de ese país y área donde él nació.
La vuelta a sus raíces y la ambientación de la película en un espacio geográfico que ha germinado tan buen cine permitiría pensar que este podría ser un material de interés en la filmografía del cineasta. Craso error. Motel Destino es de sus peores películas.
Cine negro, cine erótico y drama social intentan fundirse en una cinta que a la larga no resulta en propiedad ninguna de las tres cosas. Ha sido tan casquivanamente armada, que parecería que el director pretende sabotearse a sí mismo.
Su presunto deseo de experimentación o su supuesto afán lúdico, expresado en la voluntad de «jugar» con códigos y géneros entre los cuales también se encuentra el melodrama, no alcanzan un grado de concreción atendible como para que hagan olvidar sus falencias.
Motel Destino responde a la pregunta imaginaria de qué podría salir si se convoca en una misma habitación a James Cain, Douglas Sirk, Pedro Almodóvar, al Lawrence Kasdan de Cuerpos ardientes y a Nicolas Winding Refn, se llenan de anfetaminas, se les practica una incisión en el encéfalo, y luego se les pide que rueden juntos una película de demasiados gemidos, mucha luz de neón, paletas saturadas hasta el delirio y su pelín de pornomiseria para exportación.
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