Desde 1967 venimos hablando de la intertextualidad y de la lectura intertextual, que es el proceso en el que leemos, al menos doble, el texto literario; es decir, de forma más intensa y productiva, al descubrir en su interior citas de otros textos, ajenos o propios, que «dialogan» con el texto principal. No significa esto que, de eludirse la intertextualidad, se pierda la comprensión de la obra; pero, sin duda, sí se perderán significados más amplios y profundos del escrito. Por ello, la lectura exige hoy una atención multilateral, ya que la interacción propia de la referida técnica conduce a una recepción más fructífera y a un disfrute estético superior de los poemas, cuentos, novelas y piezas de teatro.
La intertextualidad, o relación entre textos, no es un acto pasivo ni arbitrario, sino un «juego» intelectual bien calibrado y consciente, aunque algunas citas pueden infiltrarse de forma involuntaria. Tal presencia produce efectos significativos, literarios y pragmáticos (lecturales) mutuamente ventajosos; es decir, el texto receptor amplía y enriquece su nivel de sentidos, en tanto los fragmentos adquieren también nuevos alcances semánticos y expresivos. Esta especie de lectura surge si el lector se dispone a leer «intertextualmente».
El recurso no es nuevo, pero solo en la segunda mitad del siglo xx alcanza total visibilidad literaria y teórica, cuando se reconoce que el texto no es una construcción única, cerrada en sí misma; por el contrario, la obra está siempre en deuda con textos anteriores y en continuo intercambio dialógico (crítico) con ellos.
Cuando José Martí escribe en Ismaelillo (1882): ¡Venga mi caballero/ Por esta senda! / ¡Éntrese mi tirano / Por esta cueva! / ¡Déjeme que la vida / A él, ofrezca! / Para un príncipe enano / Se hace esta fiesta. (Príncipe enano), los niños se sienten atraídos por el ritmo, la musicalidad y las imágenes, propios de esa edad. Sin embargo, tal vez ignoran el alcance intertextual de la palabra Ismaelillo (el Ismael bíblico), y la resignificación de palabras del pasado como: caballero, tirano y príncipe. Bajo la reescritura intertextual, Martí les imprime a estas palabras otras significaciones.
Por su parte, Dulce María Loynaz acude a la memoria intertextual del receptor mediante el empleo de nombres aborígenes y grecolatinos para enaltecer su patria: Isla mía, ¡qué bella eres y qué dulce! (…) / Sigues siendo la novia de Colón, (…) el Paraíso encontrado / Eres, a un tiempo mismo, sencilla y altiva como Hatuey; ardiente y casta como Guarina (…) / Isla esbelta y juncal (Poema cxxiv, de Poemas sin nombre).
El poeta Raúl Hernández Novás (1948-1994) recurre a este recurso para sugerir los nexos entre cine y literatura en los versos de Sonetos a Gelsomina; en este caso, vincula el filme La strada con El Quijote: «Pasa un Loco por la árida llanura / en su rocín desvencijado, y luego / otro Loco le sigue, como un ciego / tras otro ciego, en la vereda oscura. / Mas si su andar entre las sombras dura / y él calienta la noche con su fuego, /
bendigo el arma demencial y ruego / ojalá nos contagie su Locura. A su vez, Lisandro Otero, en la novela Bolero (1986), nos traslada hasta la poesía de Quevedo en busca de los orígenes de ese género musical: «polvo serán, más polvo enamorado». Así mismo, para dilucidar las complejísimas ideas del cuento El lobo, el bosque y el hombre nuevo, de Senel Paz, requerimos conocer textos literarios, culturales, sociológicos y filosóficos anteriores. De este modo, la lectura intertextual deviene signo decisivo del saber de nuestro tiempo.












COMENTAR
Responder comentario