
Lawrence Ferlinghetti ha seguido a pie juntillas la recomendación que él mismo se dio en un poema: «Reprodúcete en colores vivos / y no morirás. / Fotocópiate una y otra vez / y nunca morirás».
Procrear no ha sido para él mera retórica. Lleva demasiados años fertilizando la escritura como un acto de fe en la experiencia de los seres humanos. Al cumplir el pasado marzo un siglo de vida festejó la ocasión con la puesta en circulación de una especie de autobiografía, Little boy, en la que mezcla retrospectiva y reflexión, lirismo y mordacidad.
The New York Times, a propósito de la publicación, retrató a Ferlinghetti como «protagonista único en un drama nacional: la lucha de Estados Unidos por imaginar una cultura democrática (…), esa lucha de la imaginación que subyace en el arte de Walt Whitman y Duke Ellington, Emily Dickinson y Buster Keaton y también en una serie de temas estadounidenses, desde la segregación de las escuelas públicas hasta la realidad del cambio climático causado por el hombre».
Ferlinghetti es el sobreviviente de la Generación Beat, movimiento literario, reflejo de cierto espíritu de época prevaleciente en los Estados Unidos de los años 50 de la pasada centuria, que agrupó a escritores de muy diversos estilos y procedencias, como Allen Ginsberg y Jack Kerouac, William S. Burroughs y Neal Cassady, entre otros.
Su onomástico fue día de fiesta en San Francisco, la ciudad norteamericana donde Larry, como gusta le digan, ha residido desde que contaba con 33 años de edad. De la neoyorquina Yonkers, donde nació, a la urbe de la costa oeste, el viaje excedió los términos geográficos. En San Francisco fundó y aún dirige la librería City Lights, foco de extraordinaria importancia en el panorama cultural de Estados Unidos de la segunda mitad del último siglo.
En City Lights decidió no solo vender libros, sino también editarlos. La colección Poetas de Bolsillo de City Lights ganó celebridad cuando en 1956 publicó Aullido y otros poemas, de Allen Ginsberg. De aquella edición hubo pronto numerosas reimpresiones, en poco más de un año nada menos que 800 000 copias vendidas –sin lugar a dudas, un récord para el género–, y paralelamente un escándalo: Larry y Ginsberg enfrentaron un juicio por difundir obscenidades.
Un vistazo a la colección ilustra la línea defendida por Ferlinghetti al promover la producción lírica tanto de su contemporáneo Gregory Corso como de su predecesor William Carlos Williams, y dar a conocer a lectores estadounidenses la poesía del francés Jacques Prevert y el chileno Nicanor Parra.
Cuenta, desde luego, su propia cosecha poética. Su primer libro Imágenes de un mundo ido (1955) era todavía demasiado formalista para su gusto, desatado torrencialmente en Un Coney Island de la mente (1958), que la crítica celebró por reflejar el lenguaje de la calle, el ritmo de las tribus urbanas y el desmontaje implacable del sueño americano.
Al respecto, la crítica española Ruth Díaz ha señalado: «Ferlinghetti es un cronista del instante y de lo cotidiano, que contempla y retuerce en ocasiones hasta el absurdo porque quiere saber qué hay en el fondo de la existencia y en lo satírico de la realidad. Pero también para abofetear «“al imperio invisible/del genial capitalismo buitre”, al credo del consumo que “se come la tierra y al hombre/disfrazado de democracia”».
En 1977 proclamó: «Poetas, salgan de sus armarios,/ abran sus ventanas, abran sus puertas,/ han estado hibernando/ demasiado tiempo/ en sus mundillos cerrados». A la altura de su centenaria existencia, Ferlinghetti sigue creyendo que la poesía salva, o al menos remueve los cimientos de la quietud.












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