Rita Montaner, pianista de línea, obtiene su primera medalla de oro a los 16 años. Los ecos de Cervantes, el músico por antonomasia, penetran en sus oídos. La técnica de Rita es inmejorable. Ejecuta como una diosa. Su mano izquierda convierte las teclas del piano de cola en tambor. Su mano derecha repite los virtuosismos de Anfión. Las manos son el puente entre la imaginación y el sonido. A veces parece que no rozan las teclas.
Otras niñas, menos dichosas, observan a Rita en su lección vespertina y se limitan a la contemplación. Una, de cabellos rubios y ensortijados, se aferra a los balaustres de madera de la ventana y quiere susurrar la melodía tecleada, pero no puede. Y se marcha.
Pero estos primeros tanteos en el mundo del canto son íntegramente operáticos. El conservatorio impone las arias de la locura, los duettos de amor, las marchas triunfales. Rita se extasía en los suaves arpegios, las romanzas bajo los cipreses o la caída tempestuosa de la Tosca desde lo alto del Castello de Santo Angelo. Comienza a descubrir las flores, la sensualidad de los pisos de madera, el aroma del jazmín y del salvaje frangipani. Rojos, amarillos, blancos. Alguien le ha contado que el frangipani representa los párpados de Buda. Es una leyenda hindú, otro hechizo de la adolescencia. Rojos, amarillos, blancos, los frangipani también inundan el portalón como el jazmín del Cabo. La luz inquieta se mete en la casa.
Rita lee con avidez la escritura musical, casi a vuelo de pájaro. Educa su voz en lo más depurado de la escuela italiana. Sin embargo, sabe cuando es necesario, desasirse de ese patrón. El colibrí, el jilguero, no poseen ningún secreto para ella.
Canta, también, como una diosa. Las calles solitarias de Guanabacoa, colmadas de raros contrapuntos, dejan un eco en ella que oscila desde el suave cantar del sinsonte y el duro tambor africano.
Guanabacoa es un rico arsenal de música cubana. Sus oídos agudizados perciben algo de este rumor. Su sensibilidad se impregna de melodías que para una familia de clase media están vedadas, al menos en apariencia. Para ello solo necesita un golpe mínimo de tambor para que su sangre recupere de inmediato la sustancia buscada, la claridad perdida.
La adolescencia de Rita cruza furtiva dejando recuerdos alegres y sensuales. Lee a Campoamor, a Bécquer, a Darío. De vez en vez sale al parque, a las retretas. La orquesta de metales bruñidos está compuesta en casi su totalidad por negros. Toca valses y contradanzas y danzones. Rita llama la atención de los jóvenes. Es conversadora y siempre quiere bailar. Salió a su madre, comentan los vecinos.
La retreta termina temprano. Rita regresa a la casa con su abuela. Va cortejada por muchachos y muchachas. Las calles de Guanabacoa son estrechas y largas. El barroco es chato y sencillo. Los girasoles estallan en las esquinas. Las casas están hechas para pasar fines de semanas.
Es un lugar de baños públicos, de fincas de recreo. Un pueblo en medio de un inmenso monte de coralillo.
Guanabacoa huele a café y pan fresco de las panaderías.
Rita lleva la música cubana a la Ciudad Luz, estimulada por Lecuona y Sindo Garay. Pero nunca deja de mirar hacia atrás: la casa familiar, los dedos del padre sobre las losas, el fuerte olor a pan fresco de las panaderías.
Guanabacoa arropa el frío de sus manos. Es el puente mitológico entre lo real y lo irreal. Su carrera marca ya una línea de partida. Está poseída por las encrucijadas. Un pequeño Elegguá de piedra parece acompañarla. Sustituye a Raquel Meller. Y estrena en 1928, en el Palace de París, una página de Sindo Garay, Lupisamba. El éxito es apoteósico. Es un momento cubano comparable al estreno de la contradanza criolla San Pascual Bailón, en 1803.
Un calabaza me da /
ma grande que yo tiengá /
en mi conuco sembrá /
un calabaza me da...
Se retrata entre mesitas del Boul Mich, junto a la torre Eiffel, y en un patio cruzado de celosías.
Josephine Baker se cambia entre bastidores para poder presenciar las actuaciones de Rita. Dice en un español muy gutural: «Es un genio. Un genio».
Y es que Rita arrancó del encantamiento.
Los estilos se funden y toman nuevos relieves en su persona. Los ingredientes de nuestra idiosincrasia se mezclan para formar un solo cuerpo. Se entregan a un fuego de nupcias el salero andaluz y la sandunga cubana. La bata nacional es una versión sensualizada del traje de óvalos gitano y el mantón de Manila. Como la ola trabaja en el arrecife, así Rita pule la expresión nacional, con una gesticulación propia y una forma de cantar. Esto le da el primer rango entre los intérpretes de su época. Lezama Lima señala dos corrientes de riqueza en el caudal de la sabiduría cubana cuando dice que:
«...en Cuba solamente ha sido alcanzada la sabiduría por el taita, el negro esclavo al llegar a la ancianidad y en la poesía de la sacralidad que culmina en José Martí».
Esa irradiación, ese instante de luz, tiene un poderoso destello en el arte interpretativo. Y ese es el que alcanzó con sus gajos de yerbas y sus enaguas bordadas, Rita Montaner.
*Pasajes de Claves por Rita Montaner, texto publicado.












COMENTAR
arq. Guillermo Jesún Morán Loyolaa dijo:
1
13 de abril de 2018
10:14:39
lala dijo:
2
13 de abril de 2018
12:11:07
Ignacio F dijo:
3
13 de abril de 2018
14:58:27
ALBERTO FERNANDEZ VERGARA dijo:
4
16 de abril de 2018
11:14:52
Responder comentario