
El sabichoso y mítico argentino Javier Villafañe en 1943 aclaraba, en una conferencia sobre El mundo de los títeres, que: “El títere nació cuando el hombre, el primer hombre, bajó la cabeza por primera vez, en el deslumbramiento del primer amanecer, y vio su sombra proyectarse en el suelo, cuando los ríos y las tierras no tenían nombre todavía…”. Resulta obvio que aquella sombra aún no gozaba del privilegio de ser nombrada.
Investigadores comprometidos con el rastreo histórico han tratado de seguir la pista del origen del vocablo títere a partir de documentos y testimonios antiguos. Tarea difícil pues no olvidemos que los títeres se han caracterizado como un universo participativo de creatividad popular. La investigadora Lorena Rei encauza al arte titiritero como pertenencia atesorada del pueblo y concluye: “Esta es la situación del arte de los títeres, están escondidos en la mente de sus hacedores y no en los libros de los eruditos”.
Cuando se menciona el vocablo títere, su origen es incierto. Las especulaciones se basan en aproximaciones a otras lenguas (titre - título), o de onomatopeyas como la producida por la lengüeta usada como sustituto del lenguaje articulado y que sonaba ti, ti, ti.
Carucha Camejo, fundadora y directora artística del Teatro Nacional de Guiñol (TNG), planteaba un posible origen del vocablo títere, aclarando que: “La primera constancia escrita del vocablo títere data del año 1524. Y surge en el continente americano durante la expedición (…) por Hernán Cortez a través de las selvas hondureñas…”.
Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la nueva España narra que Cortez llevaba como divertimento: “Chirimías y sacabuches y dulzainas y un volteador y otro que jugaba de manos y hacía títeres”.
Cada arte tiene sus específicas particularidades. En el arte de la figura animada, la titerología difícilmente ha podido abrirse paso en esa selva oscura donde el títere como objeto animado es una especie de sombra que ocupa el lugar del sujeto actuante. Nombrar a los intérpretes que, con sus diferentes instrumentos musicales conocemos como flautista, pianista, violinista… propone igual signo al animador de figuras nombrándolo titerista; es decir: artista. Habría que señalar que “hacer títeres” es, además de arte, oficio. Próximo al panadero, zapatero, plomero, carbonero… los cuales trabajan y vivifican el material inerte. En cabal sentido titiritero, resulta más diáfano pues su perfil lo califica como obrero. Derivando la palabra títere los artífices del TNG titularon su boletín Titeretada; y el Guiñol Guantánamo convoca cada dos años la muestra Titiriteando.
La presencia de los títeres proyecta una relación muy particular que difiere de otras manifestaciones afines con la escena. En la ópera, el ballet y la danza, la pantomima y el teatro son expresiones del cuerpo humano; en tanto el objeto artístico que nombramos títere se expresa gracias a arti-mañas cercanas a lo grotesco, lo burlesco, lo farsesco; lo titiritesco. En algunos textos se leen referencias a cierta adjetivación de aparentes condicionantes estéticas como el término titeril, tan inicuo como servil o el inquietante gentil cortesano.
Entre esas justas y necesarias acciones de “nombrar las cosas”, que pudieran conformar el cuerpo teórico y lexical de la titeralidad en el idioma hablado por el cervantino Maese Pedro, tropezamos con un gozoso vocablo propio de la acción de los títeres frente al público. El desafío de los cachiporrazos “a diestra y siniestra” por milenios ha estremecido las plazas; sin olvidar que históricamente para los títeres y titiriteros; es decir, para el titerismo, nunca se sabe de qué dirección vienen los golpes. La algarabía sonora emula con la descollante y enardecida gritería. Público y títeres disfrutarán siempre de la titeritería.
*Actor, diseñador y director del Teatro Nacional de Guiñol
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