ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Calixto N. Llanes

Con su personal versión de Ce­ni­cienta, Jean-Christophe Mai­llot, co­reógrafo y también director de Les Ba­llets de Monte-Carlo, bajo la presidencia de Su Alteza Real la Prin­cesa de Hannover Carolina de Mó­naco —presente en la primera función junto al ministro de Cul­tura, Julián Gon­zález y el cuerpo diplomático acreditado en Cuba— marcó en La Ha­­bana la identidad artística de la célebre com­pañía, como cierre del 16 Fes­ti­val In­ter­na­cional de Tea­tro de La Ha­bana

Maillot, con una sensibilidad expresiva de alto vuelo creativo —lo ha expresado en sus más de 30 co­reo­grafías con esta agrupación des­de 1993—, revisó el mito de Ceni­cienta con visión de futuro. La despojó del polvo del tiempo, desde una perspectiva donde reúne, en un todo equilibrado, lo onírico, fantástico y hasta sicológico (porque esta Cenicienta mira hacia los adentros, saca a flote los sentimientos más diversos que pone en juego en el baile).

Todo ello a partir de una estética futurista que han tocado en el tiempo coreógrafos de la talla de Matthew Bourne, Mats Ek y mu­chos otros. Porque estos creadores son como artífices del fuego que invaden nuestras almas mediante complicadas luminosidades, inciertas sugestiones y, especialmente, con frases hechas con el cuerpo. Son, en fin, maestros de las formas, especialistas de la contemplación, dibujantes de la gestualidad o simplemente magos que nos llevan a diferentes mundos.

Utilizar la técnica clásica en función de una comunicación netamente con­temporánea, con un sentido re­novador, es la base fundamental del quehacer de

Les Ballets de Mon­te-Carlo. Al fin y al cabo los seres humanos aspiramos a respirar en el tiempo que nos toca vivir. El pasado siempre está como huella, se acumula pero hay que revitalizarlo, llevarlo al presente que es también futuro para estar en nuestra dimensión.

La Cenicienta de Maillot nos ofrece claves. Desde que se descorren las cortinas, el auditorio atrapa una sucesión de escenas que comprenderán a medida que avanza la trama porque el creador da un vuelco al cuento, toma lo que le conviene y modifica lo que quiere, alcanzando una coreografía atractiva, in­quietante y equilibrada. Sorpren­den la caracterización de los personajes. La Cenicienta —encarnada por Anjara Ballesteros— donde se aúna fragilidad y fuerza, es la única que no lleva zapatillas de puntas. ¡Baila descalza todo el tiempo!, fo­calizando en sus hermosos pies (brillan con el polvo dorado) el quid del cuento: la pérdida del zapato de cristal que llevará al príncipe (es­pléndido, en la piel de Stephan Bour­gond) a su amada, al final.

En la historia danzada de Mai­llot, el padre (el excelente bailarín Álvaro Prieto) cobra protagonismo escénico en toda la pieza, y su ma­dre, que es solo recuerdo de un tiempo feliz en el original, aquí está presente en el “espíritu” del Hada que la acompaña, bailada de forma magistral por Mimoza Koike.

Ori­ginal la utilización de los maniquíes para entregar el cambio de vestuario de Cenicienta cuando la convoca el baile.

Con un prólogo, tres actos (nue­ve escenas) y un epílogo, en poco más de una hora y 40 minutos, se suceden imágenes que nos llevan por un universo mágico, casi irreal, donde confluyen como un to­do la coreografía, los diseños es­ce­nográficos de Ernest Pignon-Er­nest.

Unos paneles móviles que transforman espacios: la casa de la protagonista, el palacio, los jardines, el salón de baile, a los que “visten” la atractiva puesta en escena con un vocabulario singular, los diseños de iluminación (con tecnología de avanzada) añadiendo tonalidades, for­mas, palabras que aportan al desenvolvimiento de la pieza y la enriquecen, contemporaneizan co­mo el imaginativo vestuario firmado por Je­rome Kaplan. Todo ello suma una elegancia visual a la caligrafía coreográfica de Maillot, cuya técnica está siempre al servicio de la dramaturgia.

Los bailarines expresan en sus acciones lo que la trama necesita, a partir de un amplio caudal de movimientos —distintos e innovadores— para cada personaje, sin grandes virtuosismos. Reúne en el mágico espacio de la obra: baile, mímica, actuación, magia, sueños matizados con movimientos novedosos que por momentos sorprenden al espectador.

La música de Prokofiev regala el toque final. Abre puentes, transforma instantes, guía los pasos del magnífico reparto donde destacan, especialmente, los Superin­ten­den­tes del Placer: Alexis y George Oli­veira, la madrastra (Maude Sabou­rin), los cuatro amigos del Príncipe. Todos y cada uno hasta el cuerpo de baile aportan un grano de arena al buen desenvolvimiento de la historia danzada, un hermoso regalo del Festival.

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