ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Bailar el silencio, óleo sobre lienzo 2014. Foto: Cortesía del artista

Esa capacidad de ver la danza y reproducirla en la tela, con toda la virtud de movimiento, no es tarea fácil, porque a fin de cuentas, bailar es un diálogo con los dioses, algo interno que aflora en el hombre como magia, en los deseos de estremecer el espacio al compás de sentimientos que yacen dentro y salen a flotar en el viento. Traducir ese instante a la pintura, desde la realidad, es motivar el silencio, desafiar la quie­tud, despertar el sueño e in­va­dir la irrealidad con toda la vida po­sible que los bailarines desandan por la es­cena en ese instante único y fugaz.

Pintar la danza es algo semejante a alcanzar el firmamento con un ancho lente que va dirigido, esta vez, piel adentro del ser humano. Porque lo que vemos en la escena no se puede alcanzar a simple vista. Eso es lo que recoge Osvaldo García en su actual muestra Danza interior, que inauguró en el vestíbulo del teatro Nacional, precisamente un poco antes de efectuarse allí la Gala del Primero de Enero.

Allí, en presencia de Alicia Alon­so, a quien el artista rinde homenaje en su exposición y a la compañía cubana, Pedro Simón, director del Museo de la Danza, en sus certeras palabras subrayó:… “la suntuosidad, la sensualidad y la par­­ticular elegancia de su línea plástica, nos revela los rasgos del arte de expresar y dar valor al movimiento de manera significante (...) sin dudas en esta muestra tenemos de una manera directa e inmediata, el arte de la danza, apresado en el mundo ex­presivo par­ticular de este pintor…”.

En Danza interior, que desde el 7 de enero pasó al espacio de la galería de la Casa Obrapía (La Habana Vieja) uno alcanza de gol­pe jirones del espíritu, alientos de un ser transformado para nosotros en algo irreal que transita el espacio en busca de un lugar extraño, cercano a la dimensión de lo oculto, de aquello que sabemos existe y no podemos atrapar.

Por eso Alicia, punto supremo de la danza, y las demás bailarinas que la acompañan en este viaje sumergido en el óleo, emergen ata­viadas de tiempo, viento, vegetación…, y pueden ser cisnes, margaritas, mujeres de carne y hue­so, desafiando tempestades en su vue­­lo, cruzando los sueños con trajes vaporosos que se mueven al compás de una música celeste, siempre en movimiento, esculpiendo siluetas en el aire. Colores, formas y anhelos se reúnen en el pe­queño espacio del cuadro limitado por la realidad, marco austero que indica la frontera.

Esa que García cruza con el talento de inmenso artista, donde confluye la línea infinita que gasta creyones y regala verdades, el óleo humedecido por la transparencia de lo profundo que nos hace recorrer, con la vista, paisajes infinitos y cubanos, por el verdor de las plantas, las tonalidades de las flores y el olor de los campos, porque ellas danzan en el trópico, su lugar, aunque en el recuerdo queden las figuras eternas de las frágiles danzarinas de otros tiempos, cual efluvios, revoloteando por los espacios del lienzo.

En sus telas convergen estados de gracia, reverencias, delicados pas­tos que se hacen cuadros donde el protagonismo nada  puede restar a la danza, ese sortilegio que cautiva la mirada, corre por las venas, palpita en los músculos, convoca al triángulo rojo que impulsa, desde adentro, todo aquello que sale para transformar lo etéreo, y despertar a esos dioses reales que somos todos nosotros sorprendidos por el movimiento. Ese que atrapado en cuerpos alados y volátiles pasa fugaz y se queda para la eternidad. Como estas pinturas que pueden “retratar” el misterio y “bailar el silencio”, como una vez anotara nuestro Le­zama Lima.

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