
Aunque Cabotín Teatro, joven agrupación de la provincia de Sancti Spíritus, no tenía incursiones previas en montajes para la calle, su espectáculo El diablo rojo parece resultado de una larga experiencia en esta modalidad. Una total conciencia de las exigencias del espacio público, sólida estructura y objetivos que desean ir más allá de la pasajera agitación en la vía, confirman la previa inmersión de su director y del equipo en el estudio y la investigación de esta desafiante estética.
Cabotín se planta en una esquina de un parque o plazoleta, donde sea amplio el espacio, pues para ser bien apreciado el espectáculo lo necesita así. No tiene que preocuparse demasiado si los espectadores no se encuentran allí de antemano porque el prólogo del montaje cumplirá la función de atraer al paseante. Lo hace El diablo rojo mediante juegos y danzas provenientes de tradiciones canarias, antaño arraigadas en una región cuya emigración provino esencialmente de ese archipiélago. En sí mismas, el baile, la música, el colorido y la extrañeza de los trajes típicos atraen la atención del transeúnte para quien no puede pasar inadvertido ese conjunto de elementos en el juego llamado garrote ni en la síntesis de estos códigos en la isa, danza alrededor de un asta que va siendo cubierta por cintas de colores que tejen los danzantes cruzándose entre ellos al ritmo de la folía, excelente colofón de este preámbulo.
En un nivel más profundo estarán las marcas de una tradición, de una pertenencia cultural, y quién sabe si hasta étnica, inscrita en el subconsciente individual y colectivo, rasgo del espectáculo que retomaremos más adelante.
De ese río, le viene al director Laudel de Jesús el conocimiento de un personaje real que anduvo por su tierra natal, Taguasco, y por Cabaiguán, allá por los años 20 y 30 del siglo XX. Volvió a esa memoria propia, transmitida por su padre, y al recuerdo popular, acudió a fuentes y se documentó para proponer un texto guía, puro esqueleto de acciones sin demasiadas palabras, como corresponde a la dramaturgia del teatro callejero. A pesar de lo cual o, mejor, gracias a esa eficaz senda, El diablo rojo nos presenta a Cañambrú, el sobrenombre de este habitante leyenda del centro de Cuba, que arribó a esta isla desde Canarias, que vivió aislado en los campos y tejió un mito alimentado de curaciones y acciones inverosímiles, que fue perseguido por la guardia rural como bandolero hasta que un día cayó víctima de ella.
De Jesús apuesta, al parecer, a una estructura clásica para la presentación de su protagonista: origen, realidad y leyenda.
Tríada que le rinde buenos frutos porque la historia de un personaje que no conocíamos llega nítida, al tiempo que enmarca esa vida personal entre los sucesos de una época. En ese sentido, los distintos lenguajes escénicos desempeñan un papel fundamental, mediante ellos se cuenta el contexto que rodea a Cañambrú. Los zancos, tan útiles por vistosos para la calle, delimitan en su altura las posiciones sociales de diferentes personajes. Notable el carácter esperpéntico de las figuras de los dos guardias rurales, que parecen salidos de un lienzo de Fidelio Ponce.
Distingue a actrices y actores un visible entrenamiento que se observa en un dominio profesional de la espacialidad, los aditamentos, los objetos y la danza, destacándose la resistencia y calidad de sus voces.
Cabotín Teatro no solo consigue un loable resultado estético, sino que afinca pautas para no olvidar si se persiguen trabajos teatrales perdurables. La feliz selección de un personaje real sepultado por el tiempo. La vuelta a tradiciones regionales. El sapiente control para ganar y mantener la atención del espectador en el espacio público. La investigación como cimiento de la construcción estructural y escénica. La preparación rigurosa y específica del colectivo de actores. Todo lo demás es trabajo y talento.
La dramaturgia suele tejer cenizas, restos esenciales de una vida, sea real o ficticia. En El diablo rojo podemos encontrar su simbólica materialidad en el propio ritual de la isa representado al comienzo de la puesta. Así como los hilos se adhieren al palo también el teatro sirve para destejerlos y traerlos al presente. En sus enormes zancos una irreal figura roja cruza en silencio el espacio. La observamos pasar. Como una memoria que vuelve.












COMENTAR
Responder comentario