Contar la Historia y saber contar historias. No es un juego de palabras. Se puede tener pleno dominio de los acontecimientos históricos, de las coordenadas que influyen y gravitan en una situación y su desenlace, de los factores desencadenantes y conclusivos, pero a la hora de comunicarlos, de hacerlos sustancia y alma en la visión y la conciencia de los destinatarios del relato, no basta con el dato, ni la línea conductora entre causas y consecuencias, ni siquiera con la razón. La emoción pesa, la subjetividad cuenta, la memoria incita, la actualización determina.
Los realizadores de LCB2: la otra guerra conocen la Historia y supieron contarla: llegar al televidente, mover resortes emocionales, ser convincentes. Aprovecharon el arsenal de los códigos de la narración épica, interpretaron cabalmente las claves de los sucesos, desplegaron los recursos de la ficción al servicio de la realidad histórica y optaron por presentar al espectador conflictos humanos que en buena medida explican no solo lo que sucedió, sino también lo que en otro orden y de diferente manera se viene manifestando hoy, cuando los enemigos de la Patria –están ahí, cambian de método y ropaje pero siguen invariablemente un libreto predeterminado– persiguen.

Si en la primera temporada de la serie las acciones se concentraron en el Escambray, en esta tuvieron por escenario la provincia de Matanzas. En el primer lustro posterior al triunfo de enero de 1959, el bandidismo se extendió a otras zonas del país más allá del macizo montañoso del centro de la Isla.
De las 300 bandas con más de 4 000 implicados a lo largo de la geografía nacional entre 1959 y 1965, alrededor del 25 % se ubicaron en Matanzas. El teatro de operaciones abarcó la Ciénaga de Zapata, Calimete, Jagüey Grande, Canasí y San José de los Ramos.
Terrenos llanos, escasamente poblados, con núcleos poblacionales dispersos; cadenas de clientelismo político prerrevolucionario y relaciones familiares; niveles ínfimos de instrucción, propaganda anticomunista y pobreza heredada; y la penetración de los servicios de inteligencia estadounidenses y el apoyo logístico de estos: todo ello convergió en Matanzas para que, después del Escambray, fuera el foco más acentuado del bandidismo.

La serie aborda el texto y contextos correspondientes, pero lo trascienden. Una primera lectura opone la violencia revolucionaria a la violencia contrarrevolucionaria. Otra lectura va más al fondo: la escalada demencial de esta última, la infame catadura de sus ejecutores en contraste con los valores que nutren y mueven a los combatientes de Lucha contra Bandidos y, por encima de todo, el cisma humano que recorre el enfrentamiento bélico. Nada es en blanco y negro. lcb2 dista de ser una disputa entre buenos y malos, entre héroes y villanos, como hemos visto en tantas producciones audiovisuales consagradas por la industria hegemónica del entretenimiento. La lucha ideológica queda expuesta en términos de conductas y toma de partido, caídas y remontadas. Familias fracturadas y sueños rotos; rudos aprendizajes y ciclos vitales cumplidos. No hay lugar para la consigna ni el panfleto.
En una obra de resonancias corales –muchos los combatientes, otros tantos los bandidos y sus colaboradores–, no se desdibujan las motivaciones y los rasgos individuales. Roly Peña y Miguel Sosa desde la dirección y el guionista Eduardo Vázquez pulsaron, a la par de la pintura grupal, las cuotas de protagonismo de cada personaje. Nadie es igual a otro, ni en uno ni otro bando. Cada quien lleva su cruz y destino, su ángel y demonio. Incluso en las subtramas más complejas y tremendas, como la del asesinato de familias y niños.

La carga dramática de excelencia la llevan actores de probadísimo profesionalismo como Fernando Echevarría, Osvaldo Doimeadiós y Jorge Martínez –singulares y humanísimos en sus perfiles heroicos, pero también el atávico cabecilla de la contra que encarna Aramís Delgado y el que estelariza Jorge Treto. Pero también valen destacar los perfiles de Yeyo el Gordo (Rolando Rodríguez) que nos recuerda uno de los más vitales personajes de la narrativa épica de Eduardo Heras León, el camaleónico histrionismo de Carlos Gonzalvo, y en el otro bando, la enrevesada personalidad del Sheriff aportada por un muy maduro Luis Ángel Batista.
La única duda que me asalta sobre esta serie pasa por la eficacia de la recepción pública. Cómo hacerla visible y aprovechable para los jóvenes en horarios nocturnos de sábado y martes –horarios de improbable audiencia juvenil– y de qué modo insertarla en los circuitos complementarios de la educación cubana son aún preguntas sin respuesta.












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