Sobre una farsa social y una urdimbre política que preparaba uno de los periodos más oscuros de la era moderna, se montaron los XI Juegos Olímpicos, inaugurados el 1ro. de agosto de 1936, cuando Adolf Hitler, en el poder desde el 30 de enero de 1933, entró al estadio para dejarlos abiertos.
El Führer no los deseaba, pues los creía muy internacionales. A juzgar por el nazismo que lideró, no era raro que pensara así, pues en su esencia nada ni nadie estaban por encima del nacionalismo alemán. Por lo tanto, el olimpismo, cuya filosofía se asienta en la paz y la fraternidad entre los pueblos, era algo aborrecible para él.
Pero su ideólogo, Joseph Goebbels, quien movía los hilos del discurso nazi sobre un océano de falsedades, hasta acuñar su frase de que una mentira repetida cien veces llega a ser una verdad, convenció a su Jefe del valor propagandístico de los Juegos.
Fue así que Berlín se disfrazó: recibió amablemente a los turistas; no había mendigos ni gitanos en las calles, porque fueron encerrados en campos de concentración que ya estaban activos desde 1933; desparecieron los letreros que insultaban a los judíos, y la clave del éxito: el mundo, allí convocado, pensaría que las críticas a Hitler eran infundadas.
El dictador aprovechó la instancia deportiva para demostrar la magnificencia del nazismo y sostener su teoría de la superioridad racial aria. Pero un negro de Alabama, Jesse Owens, se encargaría de destruirla: en pleno imperio fascista ganó cuatro medallas de oro (100 y 200 metros, salto de longitud y relevo 4x100), lo cual no se repetiría hasta 1984, cuando su coterráneo Carl Lewis lo logró en Los Ángeles-1984. Además, tuvo que ver cómo un alemán, Luz Long, fue el artífice del trofeo del salto, pues Owens había fallado en los dos primeros y el germano le aconsejó reducir la carrera de impulso. Ese gesto hizo vencedor al estadounidense, dejando al germano en plata y fundido en un abrazo con el campeón.
El propio Owens no encontró en la urbe alemana asientos para blancos y para negros, como en su Cleveland natal, y hasta habló bien de Hitler y criticó a su presidente, Franklin Delano Rossevelt, quien no le mandó ni un telegrama y sí recibió a la delegación olímpica. La vida golpeó a los dos amigos: el alemán murió en el frente de Sicilia, mientras Owens se ganaba el sustento como un bufón que corría contra caballos.
La intención del régimen alemán dio a los Juegos un torrente de calidad, incluso con récord de participación de atletas y el dominio en el medallero de los anfitriones. Por primera vez, el fuego llegó desde Olimpia, con relevos de antorcha y ceremonia de encendido. Sin embargo, trascendió que la atleta alemana Gretel Bergmann, a pesar de igualar un récord nacional en salto de altura, un mes antes de los Juegos, fue excluida del equipo por ser judía, y que el partido de fútbol entre Austria y Perú, ganado por los sudamericanos (4-2), se decidiera repetirlo por falta de seguridad. Los ganadores se retiraron de la lid, y Austria, donde nació Adolf, fue declarada ganadora.
En definitiva, la maquinaria engañosa del Tercer Reich sedujo al mundo al que iba a someter. Al apagarse la llama berlinesa, se encendió otra, cuando ese imperio bombardeó a España, se anexó Austria y Checoslovaquia, y el 1ro. de septiembre de 1939 invadió a Polonia para iniciar la ii Guerra Mundial, dejando al planeta 12 años sin citas olímpicas, hasta 1948, en Londres.
Los Juegos londinenses fueron marcados por los ecos de la guerra. Ni siquiera hubo villa para los atletas, que descansaban en barracas militares. No obstante, a Londres-1948 le debemos la primera mujer multimedallista, Fanny Blanckers Koen, el rayo holandés, campeona de 100, 200 metros y 80 con vallas, más el relevo 4x100.
Relevante fue que esa decimocuarta edición fue la primera en verse por televisión, pero cargó con el fin de las olimpiadas culturales.