Tampoco la cuarta edición de los Juegos Olímpicos se apartó de la concepción de festival y, como sus predecesoras de 1900 y 1904, no se despojó de un infatigable andar. Londres-1908 ha sido la cita más larga de la historia, del 27 de abril al 31 de octubre son 187 fechas (seis meses y cuatro días). Compitieron 2 008 atletas en 22 deportes y se disputaron 110 pruebas.
La capital británica no iba a ser la sede, sino Roma, privada de la celebración por la erupción del volcán Vesubio y otra social y económica que la llevaron a renunciar. En poco tiempo, los ingleses salvaron la continuidad y, con ella, fueron admitidas, sin objeciones, las deportistas en tenis, patinaje artístico y tiro con arco.
Apareció la famosa frase «Lo importante no es vencer sino participar» que, erróneamente, se le atribuye a Pierre de Coubertin, cuando en realidad fue pronunciada por Monseñor Ethelbert Talbot, Arzobispo de Pensilvania, el 17 de junio de ese año.
Irlandeses y finlandeses no desfilaron bajo las banderas británicas y rusas, respectivamente; estuvo ausente el pabellón sueco, y el abanderado de EE. UU. se negó a saludar al Rey Eduardo VII.
Quedarían para la historia el debut del fútbol; las incontables protestas de los atletas ante los jueces, pues todos eran ingleses, razón por la cual se decidió que, a partir de entonces, los árbitros fueran de todas las naciones; así como ocurrió el primer desfile olímpico de las delegaciones tras sus banderas, y el drama del pastelero italiano Dorando Pietri, en la maratón.
Llegó primero al estadio, extenuado, y tras repetidas caídas y seminconsciente, lo ayudaron en el último tramo. Fue descalificado, pero la Reina Alejandra premió su tesón con una copa de oro. Por cierto, su majestad fue quien preparó la mítica carrera de 42 kilómetros para que saliera desde el castillo de Windsor y concluyera en el estadio White City, pero tuvo un «pequeño capricho»: quiso que la agotadora prueba finalizara frente a su palco, y le agregaron 195 metros más, que es hoy la distancia oficial.
Si Londres rescató los Juegos, Estocolmo, en 1912, recuperó el ideal olímpico. Fueron, hasta ese momento, los mejores organizados; por primera vez intervinieron representantes de los cinco continentes, se estrenó el podio de premiaciones y se izaron las banderas de los medallistas; el periodismo deportivo hizo su primera cobertura. Compitieron 48 mujeres y se estrenaron en la natación; se implantó el cronómetro y el photofinish, para mejorar la medición de puestos y marcas. Se inscribieron
2 504 competidores de 28 países, y hubo que lamentar la muerte de uno de ellos, el portugués Francisco Lázaro, quien se desplomó en la maratón.
Se estrenó la Olimpiada Cultural, con concursos de arquitectura, literatura, música, poesía y pintura. Oda al Deporte, presentada por Georges Hohrod y Martin Eschbach, ganó el certamen poético, pero su verdadero autor fue el propio Barón de Coubertin, quien la presentó bajo ese seudónimo.
A Estocolmo la marcaría, según Conrado Durantez, la leyenda y la tragedia de un poderoso atleta americano de piel roja, de la tribu Sioux, Jim Thorpe o Wa Thochuch (Sendero luminoso), bisnieto de Halcón Negro, el Gran Jefe. Ganó en pentatlón y decatlón, pero un año después, su propia delegación lo acusó de profesional, por cobrar una reducida cantidad en unos encuentros de béisbol. «Sí, fue cierto –dijo Thorpe– pero participé porque me entusiasmaba la competición». Aun, en contra de la opinión de Coubertin, fue privado de sus medallas que, ofrecidas al segundo clasificado, el sueco Weislander, las rechazó. Pasó el resto de su vida, hasta su muerte, en 1953, reclamándolas. En 1984, el coi se las entregó a sus hijos.