ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Connery, como el fray Guillermo de Baskerville, en la versión fílmica de la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa. Foto: FOTOGRAMA

Era uno de esos intérpretes que se adueñaban de la pantalla, gracias a su poderosa presencia. Lo que no lograba su 1,89 de estatura, lo podían sus dotes actorales, su sonrisa socarrona o su acento gutural, pero el hecho es que siempre sucumbíamos ante aquella fuerza de la naturaleza, enseñoreada en la sala oscura.

Antes de actor, peleador callejero, camionero, modelo, salvavidas, lechero, albañil, pulidor de ataúdes, soldado, fisiculturista y futbolista casi fichado para el Manchester United, lo dejó todo por la interpretación. El día en que Sean Connery lo decidió fue una de las fechas más felices para el séptimo arte, no solo en Inglaterra; aunque la crónica de su vida y de su trayectoria artística posee dos caras, una de estas no muy gratificante, la verdad sea dicha.

Dos de cada tres monografías ponderan la etapa de Connery como el primer James Bond, mas prácticamente ninguna recuerda que el agente 007, con «licencia para matar», no solo estuvo al servicio de su Majestad, sino además al servicio del pensamiento colonizador occidental, del imperialismo británico y estadounidense.

Fue el personaje un peón movible en el juego de propaganda ideológica contra el comunismo en la era de la Guerra Fría, que desde los años 60 hasta los 90 del pasado siglo sirvió para atacar a la Unión Soviética, China, los países socialistas de Europa del Este y Cuba (nuestro país ha estado presente de alguna manera, siempre para mal, en cuatro películas de la saga).

Luego, el agente 007 sobrevivió –mediante superproducciones de muchísimo mayor presupuesto–, a través de la lucha contra los nuevos adversarios: Rusia, Irán, Corea del Norte, el Sur Global…

Sin embargo, al recordar al actor escocés en el aniversario quinto de su deceso –ocurrido el 31 de octubre de 2020– no serían a ese periodo y ese personaje a los cuales este comentarista les conferiría preeminencia dentro de la extensa y fructífera carrera del artista.

Tampoco gastaría líneas evocando su alabada intervención en un thriller de tanta tensión en sus venas como veneración imperial en sus fotogramas: La caza del Octubre Rojo (John Mc Tiernan, 1990).

Y, definitivamente, no enfocaría la atención (aunque la lleve) en el hecho de que, con el francés Alain Delon, no solo compartía el imán para el público, su magnetismo extraordinario; sino también su misoginia, expresada en el comportamiento verbal, pero también en el plano físico, hacia varias parejas a las que maltrató, debido a su carácter violento o sus proverbiales cambios de humor.

No, prefiero no manchar la imagen que guardo de Sean Connery con nada de lo anterior. Yo me quedo con la mejor versión suya, esa demostrada a lo largo del tiempo a través de películas icónicas dirigidas por realizadores quienes, por unas u otras razones, aportaron a la historia del cine o fueron capaces de glorificarla.

En un orden jerárquico, no tendría parangón dentro de esas filias personales las admirables composiciones del actor en El nombre de la rosa (Jean–Jacques Annaud, 1986), gracias a la que obtuvo el Bafta al Mejor Actor Protagónico; El hombre que sería rey (John Huston, 1975) o Los intocables (Brian de Palma, 1987), por la cual mereció el Oscar al Mejor Actor Secundario.

No podría olvidar sus aportes en Marnie (Alfred Hitchcock, 1964), o en sus cuatro filmes para el realizador Sidney Lumet: La colina de los hombres perdidos (1965), La ofensa (1973), Asesinato en el expreso de Oriente (1974) y Negocios de familia (1989).

Para evocar, también, estarían sus actuaciones a la orden de John Boorman, John Millius, Martin Ritt, Mijail Kalatozov, Richard Lester, Richard Attenborough, Fred Zinnemann, Philip Kaufman, Gust Van Sant, Terry Gilliam o Steven Spielberg. En Indiana Jones y la última cruzada (1989), de este último, le bastaron solo unos minutos en pantalla para eclipsar a Harrison Ford, el protagonista de la saga.

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