Claudio Brindis de Salas y Garrido fue uno de los más destacados músicos cubanos del siglo xix. En primer lugar hay que diferenciar a este de su progenitor, también violinista y destacado músico de igual nombre, pero nacido el 30 de octubre de 1800, y cuyo trabajo como pedagogo fue loable; tanto que fue el primer maestro del hijo, el niño prodigio que sorprendería al mundo con su talento y la especial manera de tocar el violín.

El joven Claudio comenzó sus estudios de música en el entorno familiar, y luego continuaría con José Redondo, hasta culminar su formación en Cuba con el pianista belga José van der Gutch, con el cual tendría una profunda amistad, además de compartir en varios recitales durante su carrera. Junto a él como pianista acompañante sería el debut del genio cubano en el año 1863, en una función que tuvo lugar en el Liceo de La Habana, y donde actuaría a su vez otro grande de nuestra música: Ignacio Cervantes.
Un año más tarde se iría de gira junto a su padre y su hermano José del Rosario, también violinista, por las ciudades de Matanzas, Cárdenas, Santa Clara y Cienfuegos, interpretando obras del repertorio universal, en las cuales ya mostraba su virtuosismo y descollaba como un extraordinario violinista.
Es conocida su presencia en París, urbe que le abre grandes oportunidades, como fue la participación en 1870 en el concurso del afamado Conservatorio de París, donde ganó una beca para ese centro de estudios; al año siguiente vuelve a competir y obtiene el primer premio, el cual lo dispara hacia el firmamento violinístico europeo y lo sitúa al lado de figuras que ostentaban esos títulos, tales como Henri Wieniasky en 1846, el también cubano José White en 1856, el español Pablo de Sarasate en 1857, o Fritz Kreisler en 1887.
Para Brindis de Salas comenzaría una etapa de giras y conciertos en los más importantes escenarios del mundo, incluyendo la célebre Scala de Milán o los más exigentes recintos en San Petersburgo o Barcelona.
Ahora bien, a nuestro artista le sobrevenían historias y evocaciones surgidas de la más estricta crítica, así como de la prensa menos especializada, en torno a su depurada técnica musical, unida al hecho de ser un músico negro y cubano sin títulos nobiliarios ni linaje que le precediera. Y, efectivamente, más allá de su sobria personalidad, en él se conjugaban no solo un extraordinario talento, sino una total complicidad, casi mística podríamos decir, hacia un instrumento reservado durante generaciones a artistas ligados a la aristocracia europea y en específico a los más importantes conservatorios de esa zona geográfica.
Brindis de Salas fue un genio que pudo darle al violín –gracias a su sacrificio y estudio riguroso– un matiz diferente desde su condición de músico insular y caribeño, y romper así el mito de la exclusividad euroasiática sobre el instrumento. No por gusto lo apodaron el Paganini Negro o el Rey de las Octavas, por su sorprendente habilidad técnica de ejecutar sin el más mínimo cansancio muscular ni esfuerzo físico visible, difíciles pasajes en los que el uso de las octavas (obviamente en dobles cuerdas) era el sello distintivo del propio italiano y también del cubano.
Pero su vida, glamorosa y rodeada de reconocimientos durante su carrera musical, se apagaría a los 58 años en Argentina, donde estaba sumido en la pobreza total, a tal punto que hubo de empeñar por solo diez pesos su violín Stradivarius, sin dudas, su bien más preciado.
Sus cenizas fueron traídas a Cuba en 1930, depositadas en el Cementerio Colón, y reubicadas desde 1957 en una urna de bronce en la iglesia de San Francisco de Paula, en La Habana, la misma ciudad que le vio nacer.










 
         
         
         
         
        

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