
Aunque de eso escribieron Ovidio y tantos otros, fue Milton quien advirtió, en una imagen muy veraz, que «la mente puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo». Así de grande es su poder.
La mente, esa tierra incógnita dominada por las señas ininteligibles del encéfalo y las químicas del cerebro, determina expresiones y proyectos de vida, comportamientos, ánimos, decisiones.
Más que mil tesis doctorales o igual número de obras de ficción, convivir con un ser humano al cual lo afectan problemas de salud mental puede enseñar tanto del asunto, que el familiar implicado llegará a un punto cuando ya no querrá saber más. Si es que, da igual, a la larga nunca podrá comprender cómo fue que la persona querida llegó a ese estado, que lastima proyectos y tuerce futuros.
Episodios de deterioro de su salud mental dañan a Agustina (Estefanía Piñeres), el personaje central de la serie colombiana Delirio (Netflix, 2025), estrenada en la Televisión Cubana.
Ella tiene un árbol genealógico complicado. Su abuelo materno, quien se suicidó en un río, escuchaba voces. Su padre, quien cohabitaba con su tía, despreciaba al hermano menor, por gay. A su castradora madre siempre le importaron más las apariencias que su propia hija; mientras que al primogénito solo le interesaba el dinero del narcotráfico, al alza en esta década de los años 80 del pasado siglo.
Gracias a este último, Agustina (interpretada sin mucha convicción por la Piñeres) supo de Midas (Juan Pablo Urrego, actor mucho más eficaz), el primero de los dos grandes amores de una joven, quien no pudo conocer al hijo de ambos, tras la interrupción del embarazo a que la obligó la madre. Tampoco podrá dar a luz, tras quedar encinta de su segundo amor: Aguilar, un profesor universitario, interpretado por Juan Pablo Raba mediante su carisma habitual.
Los traumas hunden a la apesadumbrada Agustina, aún más, en un estado de honda conmoción sicológica, que precisa de tránsitos hospitalarios siquiátricos, así como de la paciencia infinita de Aguilar. Alguien que la quiere tanto como Midas; porque si una fortuna sí tuvo ella, pese a todo, fue la de ser amada.
No he leído el premiado libro de Laura Restrepo en el cual basan esta serie, más el producto audiovisual falla en su planteamiento discursivo, trabaja de un modo notablemente desacertado la fragmentación, y se desentiende del todo de su presunto personaje central en subtramas que –aunque aportan contexto y ambiente– alejan al televidente del centro de gravitación fundamental del relato.
Al personaje de Agustina los guionistas le deben otra serie, otra que no es Delirio, puesto que esta se evapora entre la historia de Midas (varios episodios, de los ocho, vuelven una y otra vez sobre el personaje, mientras se olvidan flagrantemente de ella), o entre perezosos apuntes sobre el desarrollo del narcotráfico en Colombia.
Acto de pereza punible de los guionistas, no es hasta el sexto capítulo que Delirio se digna a traer a escena el pasado familiar (determinante) de la muchacha; y no será hasta el octavo –a través de una secuencia catártica, si bien bastante exagerada, con pinta telenovelesca– que ella enfrente, de forma pública, ciertos demonios de ese núcleo hogareño que necesitaba exorcizar.
Ya será tarde, porque para entonces los espectadores habrán agotado, por casi ocho horas, una paciencia mayor que la de Aguilar, al aguantar capítulos deslavazados, amodorrantes, que circunvalan, pero no ahondan, en la naturaleza de los delirios de la joven.
Lograr dicha profundidad no constituye un objetivo sencillo, lo admitimos. No obstante, el cine lo viene haciendo, bien, en el espacio que cubre de David y Lisa (Frank Perry, 1962) a Siempre Alicia (Richard Glatzer, Wash Westmoreland, 2014), mediante centenares de películas que han tenido disímiles defectos, aunque nunca han perdido la brújula narrativa del modo como lo hace esta serie.
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