ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Domingo Alfonso, entre nuestros grandes líricos. Foto: Archivo de Granma

«El poema, como la muerte, nos puede sorprender en cualquier momento». Así nos respondió, hace cinco años, el poeta Domingo Alfonso, cuando en una entrevista, con la que quisimos homenajearlo por su cumpleaños 85, le preguntábamos si después de una vida ganada a la poesía y al trabajo, la inspiración seguía presentándosele como en los primeros tiempos.

Consternados nos dejó, este 12 de octubre, la noticia de su fallecimiento, a la edad de 90 años. Consternados, y también sensiblemente sorprendidos. No importa que ya hubiera vivido lo que para muchos resulta suficiente; la muerte de un poeta es siempre una desgarradura.

Nacido en Jovellanos, en septiembre de 1935, Domingo fue un ser querible y admirable; Domingo, que se fue un domingo, como quien cierra un ciclo vital con acordes de palabras. Figura cimera de la poesía cubana, amigo entrañable de Virgilio López Lemus, quien, jugando con las verdades de un nombre y sus esencias dijo: «Domingo es siempre domingo, o sea, es un amigo dominical, del día de gozo y reposo».

Ayer fue velado su cadáver en la funeraria de Marianao, e inhumado a las dos de la tarde, en la Necrópolis de Colón; y fue un día de evocaciones, en que se regresó a su obra, a su huella lírica en nuestras letras, a su voz sencilla y profunda, a los momentos con él compartidos. 

Un texto emitido por el Instituto Cubano del Libro nos ofrece un resumen de su vida y obra, y nos lo presenta como miembro de la Uneac, un autor que combinó el tono erótico, lo romántico y lo existencial con una mirada dirigida al hombre común, rasgos estos que lo singularizaron dentro de la denominada Generación del 50, a la cual perteneció; y cita sus títulos más significativos: Sueño en el papel, Poemas del hombre común, Historia de una persona, Libro de buen humor y Esta aventura de vivir.

Refiere el texto que poemas suyos fueron traducidos a ocho idiomas, y que aparecen recogidos en varias antologías; y que fue un fecundo compositor musical, creador de más de cien boleros y canciones. Pero quienes lo conocimos y tuvimos el privilegio de su conversación, lo recordamos también desde otros horizontes, aquellos más cercanos en que la personalidad no puede esconderse y se muestra espontáneamente ante los ojos del que escucha.

La poesía, que jamás lo abandonó, sembró en su ser el deseo de lo mejor. Así lo supimos, no solo porque nos lo dejara dicho, sino porque matizando sus historias con una sonrisa, nos habló de sus sacrificios y empeños, de cómo se hizo arquitecto –«toda una hazaña», que finalmente se concretaría después del triunfo revolucionario–, porque su humilde familia quería que él estudiara, y ya matriculado en 1954, se interrumpían las clases por las luchas estudiantiles.

Viajé junto a él, hace unos 15 años, a la hermosa ciudad de Fomento. Domingo había sido invitado por el poeta Ángel Martínez Niubó para, tras una noche de lecturas poéticas, entregar en los hogares del lugar un soneto del homenajeado.

Domingo brilló en aquellas horas, más que de costumbre, si se tiene en cuenta que, desde la cotidianidad y las nobles prácticas con que asumió su existencia, fulgura el espíritu. A los presentes les habló de sus inspiraciones, que hallaba «en las personas que no están en un primer escenario, en el hombre común, alrededor del cual transcurre mi vida».

Al celebrarse el Primer Encuentro Nacional de Poesía, a partir del viii Congreso de la Uneac, se le rindió homenaje a Domingo. El poeta Rito Ramón Aroche expresó entonces: «En verdad nunca su obra ha dejado indiferente a nadie que no sea a la academia de intramuros. La de extramuros le ha sido siempre benévola. Y es que Domingo no de­frauda».

Y así ha sido. Lejos del demérito, Domingo integra la nómina de los grandes poetas de la Isla, y eso es suficiente para que su adiós sea solo a medias. Descansa en paz, poeta, «en un país azul debajo de la tierra», que por ti queda, entre los vivos, tu sincera poesía.

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