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La serie El gatopardo, de estreno en la Televisión Cubana. Foto: FOTOGRAMA

 A semejanza de la novela homónima de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en la cual se inspira –y también al modo del largometraje del mismo nombre dirigido por Luchino Visconti en 1963–, la miniserie El gatopardo (Netflix, 2025) observa la inadaptación de un señor de la nobleza siciliana al proceso de cambios advenido durante la segunda mitad del siglo xix allí.

Fiel al libro en varias zonas (hay escenas y diálogos trasvasados directos de la novela), la serie italiana contempla a un hombre preso entre dos mundos: el de la vieja nobleza en vías de extinción y el de la irrupción de la Italia unificada. Crítica con ambos escenarios, la serie muestra la inserción, en el nuevo sistema, de esos políticos venales que desde entonces hacen daño en la nación peninsular.

Dos mundos con sus defectos o manquedades –aunque más libre, igualitario y promisorio el naciente–, de los que hace parte irremisiblemente (por acción u omisión) este personaje riquísimo, lleno de contradicciones internas, de muy recia proyección ante la sociedad; pero débil, dubitativo y sentimental en su universo interior.

Ese personaje, el príncipe de Salina (interpretado por Kim Rossi Stuart), marca la evanescencia de un ciclo histórico y la entrada a otro del cual ya ni él ni su familia serán piezas centrales, al pasar a la categoría de viejas reliquias de un orden moribundo.

Las secuencias del baile en el palacio Ponteleone son concreción directa de lo anterior. El príncipe, el temido gatopardo (así le llaman por el emblema de su escudo de armas) baila ahora su último vals.

Es la danza de despedida de alguien decepcionado de los hombres; adolorido por lo que ya no puede poseer, regir o siquiera desear; pesaroso ante algunas de las decisiones tomadas en su existencia (proteger más a su sobrino Tancredi que a su hijo Paolo). Es la última aparición en público de un ser humano que guarda sus esperanzas postreras de preservación familiar en su hija Concetta.

Uno de los elementos que singularizan la serie de seis horas, justamente, es el tiempo dispensado al abordaje de la relación entre el príncipe de Salina y su hija. El relieve concedido a este personaje femenino suma nuevos ángulos y perspectivas a la trama.

Los episodios cinco y seis, los más sobresalientes del material, atestiguan la comunión, el amor y las preocupaciones que en relación a esa descendiente alberga el personaje. Todos los hombres que tenemos hijas nos sentiremos identificados, de una u otra manera, al ver varias de las conmovedoras secuencias de estos dos capítulos.

La nueva relectura de la obra de Lampedusa constituye, además, una traslación audiovisual favorecida por su ambientación, vestuario, diseño de producción general, fotografía y banda sonora. Todo muy por arriba de la media del formato serial hoy día.

A pesar de sus aciertos, no hay términos de comparación con la obra maestra de Visconti, Palma de Oro en Cannes y una de las películas más aclamadas del siglo XX. Los clásicos no se comparan con nada, ni nada los supera; por eso lo son. Además, tampoco tiene mucho sentido equiparar, cuando la serie no es un remake de la película, sino otra adaptación de la novela. Son dos productos con divergencias estilísticas y también argumentales.

El principal error de la serie fue confiarle a un insípido Saul Nanni el papel del sobrino Tancredi. Todo aquel que haya visto la actuación de Alain Delon en la cinta de 1963 sabrá bien por qué. Pese a tener la sombra imponente de Burt Lancaster detrás, el curtido actor italiano Kim Rossi Stuart no da un paso en falso. Capta y transmite los matices del personaje central, desdoblándose en múltiples registros.

Sí se percibe cierta proclividad hierática en la aún muy joven Deva Cassel (la tan bella como prometedora hija de Mónica Bellucci y Vincent Cassel, quien es Angélica, compuesta en su día por Claudia Cardinale). ¡Bravo por Benedetta Porcaroli en el rol de Concetta!

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