El 17 de enero estrenarán mundialmente la segunda temporada de Separación (Apple tv+, 2022–2025), cuya primera parte transmitió la Televisión Cubana. Con esta serie me ocurre algo semejante a lo que experimenté al apreciar Nuevo orden (Michel Franco, 2020), la polémica cinta mexicana, también vista en Cuba.
La «distopía» social planteada por el realizador latinoamericano en su filme –estudio sobre los efectos de los desequilibrios de poder, y del empleo de este con fines macabros, en sociedades sujetas a un control militar e inmersas en el caos–, más que del futuro, me parecía hablar de la contemporaneidad de la región desde la época de las dictaduras militares fortalecidas por la Operación Cóndor.
Ni la escena más violenta de Nuevo orden se acercó al salvajismo practicado contra los seres humanos por gobiernos como los de Stroessner, Pinochet o Videla, con tantos miles de asesinados.
A su vez, la «distopía» laboral planteada por Separación en verdad resulta apreciable desde hace tiempo en el planeta. Se manifiesta a través de la toxicidad de las dinámicas laborales del mundo occidental, donde la omnipotencia del ente empleador reduce a calidad de sujeto alienado –en estado de aislamiento, sumisión mental y anulación de su personalidad–, a la figura del trabajador.
En un esquema laboral de países como EE. UU., por añadidura, la instancia de intermediación del sindicato quedó reducida a esquirlas, luego de años de paulatina desmembración de los derechos del asalariado. O sea, este se halla solo, sin armas para defenderse y a merced del esquilme económico, atropello emocional o manipulación total del jefe. Así sucede en Separación.
Puede que llegue algo atrasada a examinar el fenómeno, pero sí es, cuando menos, singular y meritorio que la plataforma de un emporio del capitalismo estadounidense, a la manera de Apple, se descuelgue con esta verdadera rareza de la teleficción sajona.
La dichosa irreverencia, la sutil locura que permea la serie creada por Dan Erickson, se cruza con interconexiones dialogísticas, con el aura semántica, los enrarecimientos y constructos narrativo–formales de creadores cinematográficos muy específicos.
Sus venas discursivas conectan a Separación con cineastas como el estadounidense Spike Jonze; el francés Michel Gondry y el sueco Roy Andersson. Pero, además, con la mítica serie Twin Peaks, de David Lynch, para germinar a la postre una obra feliz y delirantemente «contaminada».
Separación va –de a poco– erigiendo un universo reconocible e identificable, en las oficinas de esta corporación en la que parece ocurrir algo muy extraño. La predictibilidad no entra nunca en escena, en tanto los episodios juegan con el disfraz o el camuflaje, se sustentan en el enigma y en el aliento de la sugerencia.
Si –al ver Separación– respetamos sus tiempos, degustamos su fino humor, admiramos su dúctil cuadro actoral, nos prendamos de su magnetismo y también sopesamos sus pertinentes subtextos (aunque estos ya superados por la darwinesca realidad laboral en Occidente), habremos disfrutado una de las series estadounidenses menos ortodoxas y más encantadoras de la década.












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