ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Estudiantes en la Academia de San Alejandro. Foto: Tomada de Excelencias

Colocar un tipo de movimiento, tendencia o escuela de arte encima de otras, ya sea porque tiene un rango destacado adjudicado por poderes oficiales o por la publicidad mercantil globalizada, constituye una empobrecedora manifestación de incultura. Hay tantas concreciones de emisión artística como sensibilidades y predisposiciones receptivas existen. Es esa una peculiaridad de la conciencia estética creativa, que permite equiparar, por su autenticidad y permanencia, a concepciones expresivas de distintas épocas, naciones y circunstancias.

Estaríamos dentro de un panorama demasiado uniforme y aburrido si el arte quedara limitado a cualquiera de sus escuelas, corrientes y estilos personales; o si se le diera mayor apoyo y relieve a una manera de hacer y expresarse, que a las demás. Semejante desviación sí tuvo lugar tanto en el arte nazi, como durante las fórmulas académicas del realismo socialista; e igualmente en ocasión del predominio del arte no-figurativo de mercado. Asimismo, se atenta contra el abarcador universo de la imaginación, cuando imponemos vertientes de superficialidad decorativa tradicional o «contemporánea» como modalidades preferenciales del «reino del galerismo y sus curadurías».

 Independientemente de los propósitos comerciales que subyacen en las ferias y las subastas de arte –que se han propagado en todas las regiones del orbe–, ambas actividades del negocio global demuestran que las numerosísimas ofertas artísticas corresponden a los distintos enfoques consuntivos de los espectadores. De hecho, el comprador de arte busca lo que satisface su modo práctico

de apreciar lo sintáctico y lo semántico; aquello que responde a su opción de coleccionista; lo que porta opciones hedonísticas y preocupaciones antropológicas (si las hay); y cuanto sirve como recurso de inversión, lavado de dinero o resguardo de capital. Y aunque se asuma el gusto o la identificación sicológica como resortes para decidirse por un estilo o lenguaje, siempre existirán interesados para la enorme diversidad de creaciones que concurren en las artes visuales de un país o del mundo.

Tampoco es coherente excluir obras de arte genuinas solo porque no concuerdan con lo que comprendemos; ni devaluarlas por no ser lo que queremos colocar en derredor nuestro. Y resulta absurdo estigmatizarlas de «feas», al desearse la imagen agradable. Aunque en el plano privado puede no aceptarse aquello que desentona con la atmósfera amable que aspiramos a mantener en hogares, oficinas y centros de esparcimiento; cuando se trata de colecciones públicas –cuyo propósito central es educativo y cultural–, los olvidos característicos del gusto o criterio personal de museólogos, museógrafos y curadores constituyen una distorsión de sus obligaciones, la no-fidelidad respecto de la multiplicidad inherente a lo artístico, y una ausencia de objetividad requerida por el conjunto de propuestas que deben mostrarse.

Cuba ha contado con un extraordinario movimiento de aportes en la enseñanza artística y la producción profesional de las Artes Visuales, que se renovó y democratizó realmente a partir de la década del 60. Sus logros, en creadores y analistas provenientes de todas las provincias; e incluso en personas que no viven ya dentro del país, han sido revelados por estudiosos y publicistas cubanos y del exterior. Y muchos de sus resultados palpables figuran en museos, centros de arte y colecciones privadas de numerosas naciones. Sin embargo, no todo ha sido perfecto en sus coordenadas de proyección y desarrollo; ni tampoco se ha podido conformar dentro del país un amplio campo de recepción que torne parte del paisaje cotidiano de todos al grueso de lo creado.

Debe señalarse que determinadas desviaciones dependientes de intereses ajenos y preferencias limitadas de algunos que jerarquizan y promueven el arte nacional; el abandono de funciones estatales y sociales que a partir de los años 60 y en los 80 ampliaron el destino útil y las fuentes de ingreso para esta esfera de la producción cultural; y esa insólita absolutización del comercio de exportación del arte como finalidad suprema de los artistas establecidos y emergentes, aparte de condenar al almacenamiento ocioso a la mayoría de las obras y proyectos de los imaginarios cubanos, han convertido en costumbre que los resultados de la formación y la actividad profesional en artes visuales no beneficien en la práctica a la nación que los signa, porque se orienten casi exclusivamente al consumo de gentes de otras nacionalidades, que adquieren las obras.

Una vez me preguntaron cuál era el mejor artista plástico de Cuba; a lo que respondí que no es posible circunscribir nuestra riqueza artística a un único autor, y ni siquiera a un puñado de ellos. Eso es así, aunque desde el reduccionismo de ciertos especialistas, galeristas y funcionarios, existan listas basadas en éxitos comerciales externos o en reconocimientos institucionales internos. El arte cubano legítimo ha sido siempre un gigantesco rompecabezas de expresiones complementarias, en cuya dinámica de permanencia y cambio coexisten diferencias inherentes a la misma naturaleza humana. Expandido mediante un «mar» de personalidades genuinas, deviene tesoro pluralizado que también nos identifica.

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