
Fatídico aquel 19 de mayo de 1895. Un tropel de versos patrios se desplomaba sobre el rocío de la mañana; la tierra húmeda, por las incesantes lluvias, lavaba el cuerpo del hombre que había preparado, desde las entrañas mismas del monstruo, la revolución redentora que ganaría para Cuba el derecho a la paz y a la justicia.
Dicen que iba orondo sobre su caballo Baconao, que en sus pupilas irradiaba una extraña alegría, como el que presiente que sus largas agonías van cediendo ante el avance de la muerte. El paisaje arbolado era demasiado frágil para detener todos los arranques que anidaban en el pecho de un hombre resuelto a alcanzar las altas cumbres de la verdad, demasiado frágil para detener las balas enemigas que romperán las carnes y el tibio corazón del guerrero excelso.
Va empujado por los huracanes callados del espíritu; su escolta, apenas un niño que no halla, desesperadamente, la fórmula para hacerse escuchar; el otro general, el de brazos curtidos por los años de tanto combatir, no le perdonará la muerte prematura del soldado, que no solamente encontró en su envoltura angelical las fuerzas necesarias para soportar las angustias del presidio y del destierro, sino que había persuadido con el acero voluntarioso de sus argumentos a los cubanos, deseosos de volver a los machetes, de que la única fórmula para hacer realidad el triunfo estaba en llevar adelante una guerra con todos y para el bien de todos. Nada ambiciona el poeta general, y si una codicia hubiese asaltado los delirios de su corazón, fue aquella que hubo de confesar a su amigo, el patriota dominicano, Federico Henríquez Carvajal: pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado.
Las balas taladraron su cuerpo y lo lanzaron desde las alturas de la bestia a la yerba generosa. Quisiéramos creer que, en ese instante, el de poner su pecho como adarga de victoria ante el enemigo, iba declamando, en el silencio sepulcral del monte: «siento dentro de mí un cántico que no puede ser otro que el de la muerte».
Espoleó los ijares de la bestia, para ganar con su cuerpo la cumbre de los que llevan sobre sí el decoro universal de la justicia. Dicen que cuando su cuerpo cayó un ángel le susurró: Tu verso crecerá bajo la yerba: tú también crecerás. Y sus ojos se cerraron felices, arrullados por los brazos de la patria agradecida.
Desde el lomo del cóndor, el Gran Semí fue lanzando su semilla a los cielos de América, para que germinase con todas sus luces la patria nueva. El poeta general había superado, definitivamente, los más peligrosos escollos y la revolución necesaria avanzaba, como un haz de guerreros espartanos, hacia la tan ansiada conquista de la emancipación total.












COMENTAR
Responder comentario