
Para la termodinámica, el ser humano no es más que una máquina fuera de equilibrio térmico, que adquiere energía para mantener su capacidad de reducir entropía, al costo de calentar el ambiente. ¿Pero somos solo eso? ¿U obviaremos las esquinas donde los amantes juegan a enfriarse, vertiéndose fluidos en sus vasos a ritmo de alternado murmullo? Que la biología nos ata, pero no nos define es algo que debería recordarse más a menudo. Que la biología sin definirnos nos ata, tampoco debe ser olvidado.
Pero de otras historias también debemos ocuparnos, que no solo lo divino alimenta al cuerpo. Hay deberes que no caducan. Cuando Hollywood decidió recrear la vida de Hipatia de Alejandría, la hizo bella, representada por Rachel Weisz. No podía permitirse una actriz físicamente fea. Que la científica pensara era tolerable, incluso conveniente; que fuera fea, no. Los que la vimos así, nos sentimos identificados con aquella belleza que moría despellejada, que no es lo mismo que sentirnos identificados con una fea que desguasan. Así son las cosas que nos han inculcado.
Pero no culpemos a Hollywood de lo que viene de más atrás. ¿Acaso alguien ha visto una virgen fea? En la mujer, aun hoy, la belleza física es el atributo más celebrado, el que debe determinar su apareamiento, el que define su suerte.
El culto a la belleza femenina es testimonio histórico de la relación social asimétrica de poder entre ambos sexos. El hombre patriarcal moderno impone a la sociedad su visión, con origen biológico, pero ya social, de la mujer. No siempre fue así, como atestiguan las esculturas griegas y romanas celebrando la perfección física masculina. Eso vino después, en la Europa rehén de un culto que enajena de la belleza propia.
En las primeras décadas del siglo XX la imagen de la fémina fatal se hizo común en Europa, la cosa venía desde mediados del siglo XIX. El nacimiento del siglo trajo nuevas tempestades para los patriarcas, y las mujeres comenzaron a reclamar derechos violentamente escamoteados por siglos. La reacción burguesa en lo sociológico, reflejado en lo simbólico, fue la de crear el mito de la mujer que amenaza la virilidad del hombre: la mujer castradora.
El símbolo de su amenazante y ambigua naturaleza fue condensado en la vida y mito de Margaretha Geertruida MacLeod, conocida por Mata Hari. En el arte del periodo, pintores comenzaron a reflejar esa imagen de una mujer exótica respecto a Europa, rabiosamente independiente pero sensual, cuyas artes desconocidas escondían la potencia del asesinato, o peor, detrás del misterio. Desde Eva a Salomé, de Cleopatra a Dalila, de Medusa a Pandora, la mujer fue redescubierta artísticamente como una amenaza. En la pintura El pecado, de Franz von Stuck, el cuerpo insinuante de la mujer oculta el rostro maledicente. El Salomé, de Jean Benner, resulta aterrorizante con la cabeza de Juan Bautista traída en bandeja. La Madonna, de Edward Munch nos atrae tanto como nos atemoriza.
Ahora, en pleno siglo XXI, la idea de la mujer castradora vuelve con fuerza como parte de la ola reaccionaria que barre al mundo occidental, la idea de conspiraciones mundiales diabólicas para esclavizar al hombre, o incluso, una amenaza existencial a la propia existencia masculina. Nuevas imágenes de supuestas acechanzas, alimentadas detrás de lo anecdótico, escamotean que, en la historia occidental, ha sido la mujer la víctima de sistemáticas violencias sistémicas. Como todas las cosas que ahora parecen como novedades, el truco en realidad es viejo, Sidonia von Borcke, torturada para arrancarle una confesión, fue decapitada en 1620 por hechicera, y su cuerpo quemado, pero Edward Burne-Jones, invirtiendo los roles de víctima y victimario, nos la regresa en su pintura, de la segunda mitad del siglo XIX, amenazante, con mirada fiera y sin asomo de piedad.
En el extremo del absurdo histórico, el insultante término feminazi ha venido a ponerse de moda, inventado por el economista Thomas Hazlett y popularizado por el comentador de extrema derecha Rush Limbaugh. Poco importa que esté por verse el primer genocidio humano dirigido y ejecutado por mujeres. La idea de que ideologías del genocidio puedan tener origen de género, es una cabriola solo posible en un mundo, donde se ha llegado a los extremos de que es posible vender, con éxito, la patraña de que la tierra es plana. El terraplanismo es un absurdo, el cerebroplanismo una vergonzosa realidad.
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