
«Ya todo mi cuidado se pone en cuidar mucho mi caballo y engordarlo como un puerco cebón, ahora lo estoy enseñando a caminar enfrenado para que marche bonito, todas las tardes lo monto y paseo en él, cada día cría más bríos».
Quien escribe es un niño de nueve años, uno lejano entonces del escritor y patriota excepcional que llegaría a ser, pero resulta imposible dejar de advertir en esa, la primera carta conocida de José Martí, la elegancia del lenguaje, la música de las palabras que caracterizarían su obra y que en ese texto se anuncian, aun veladas por la inocencia.
Cintio Vitier, al referirse a la misiva, escrita hace 160 años, el 23 de octubre de 1862, escribió que «se trata, para nosotros, de la “primera” de una serie que terminará con el mensaje al general Máximo Gómez el 19 de mayo de 1895. La vida y obra transcurridas (...) iluminan «retrospectiva-mente la carta del niño y la constelan de asociaciones que forman parte de su escritura misma».
Por ese camino de las asociaciones, una estudiosa tan importante de la obra martiana como lo fue Fina García Marruz, mencionó en alguna ocasión que el deseo de lograr un «caminar enfrenado» estaba relacionado con ideas de la madurez del Apóstol, como embridar pasiones sin suprimirlas, contener el estilo…
Independientemente de lo que pueda haber o no de anunciación, no deja de conmover la pieza inaugural del «camino silencioso e íntimo de las cartas» del Héroe Nacional de Cuba, vehículo esencial y extensamente cultivado, junto a la oratoria, en su prédica revolucionaria.
El niño Martí estaba en 1862 en Caimito del Sur; su padre había sido nombrado capitán juez pedáneo del partido territorial de La Hanábana, uno de los cinco de la jurisdicción de Colón o Nueva Bermeja (actual Matanzas).
Allí, gracias a su caligrafía sobresaliente, le servía a don Mariano de amanuense. En la biografía Martí, el Apóstol, Jorge Mañach describió de forma muy hermosa la atmósfera de esos días: «En su caballo cebado, Pepe recorre a menudo con su padre toda la comarca. Por las noches, en el colgadizo de la Capitanía, mientras el padre fuma en silencio su veguero, el niño, reclinado hacia atrás en un taburete, mira los juegos de fulguraciones en el cielo estrellado. Las palmeras montan su centinela sobre el paisaje oscuro, cabeceando suavemente sus penachos. Algunas noches le estremece el siseo brusco y espaciado de los grillos en el manigual. Parece un llamamiento...».
Aquella estancia fue esencial para el joven y luego hombre que sería Martí. No solo lo sedujo la atmósfera de la naturaleza cubana y la hondura de la gente de campo, fuerte huella dejaron también en su carácter hecho para la justicia, los horrores de la esclavitud y la inequidad del poder.
«…déle expresiones a mamá Joaquina, Joaquina y Luisa y las niñas y a Pilar déle un besito y Vd. recíbalas de su obediente hijo que le quiere con delirio», así termina la carta y comienza el resto de una vida signada por el sacrificio, pero también por la ternura que trasluce estas líneas.
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