Cuando en esta columna días atrás comentamos la necesidad y pertinencia de que la programación dramática de la pantalla doméstica volviera a nutrirse de los clásicos de la literatura universal y las más establecidas marcas de la creación contemporánea, abogamos por la creatividad respetuosa, sobre la base de que las diferencias entre la letra y la imagen audiovisual pudieran ser armonizadas.
Admisibles, y no pocas veces meritorias, son las versiones, incluso las llamadas versiones libres, esas que toman por pretexto un argumento para desarrollar una tesis diferente a la que sirvió de inspiración. Lo que no debe suceder es la desfiguración de la fuente original, al punto de que sea irreconocible o, peor aún, contravenga o arruine los presupuestos estéticos iniciales.
Invito a la lectura de La muerte de un funcionario, cuento de Antón Chéjov llevado a la televisión la semana pasada. En apenas unas líneas, el escritor ruso de finales del siglo XIX, a los 23 años de edad, reflejó con agudeza, audacia y corrosivo sentido del humor, el inmovilismo y la decadencia moral de la burocracia zarista, régimen que décadas después sería barrido por el turbión revolucionario.
Observará el lector que la televisión vendió gato por liebre. No es que se desconociera la época –esa manía de situar las cosas en Cuba y forzar innecesariamente el marco histórico en aras de una falsa pureza ideológica–, ni cambiaran aspectos sustanciales que fundamentan el curso de la fábula –hacer del funcionario público, un banquero; de su mujer ama de casa, una adúltera; del jefe supuestamente ofendido, un irrefrenable donjuán–, sino de no haber entendido absolutamente la condición humana del protagonista, logro mayor de la pieza chejoviana que trasciende época, anécdota y fábula y por ello adquiere una connotación universal de permanente actualidad.
La subversión televisual del original de Chéjov por parte del adaptador Miguel A. Amado González y el director Pepe Cabrera echó por tierra la oportunidad de revelar, con fineza pero sin ambigüedad, los intersticios del servilismo y la obsecuencia –dígase en «cubano», el guataca y el tracatán– que tan poco favor hacen a hombres y mujeres. Actores de la talla de Patricio Wood, Ulyk Anello y Sheila Roche apenas encajaron en una propuesta tan deshilachada.
En una jornada anterior, la literatura en clave televisiva corrió mejor suerte. En el espacio Humor a primera vista, Alberto Luberta Martínez nos puso ante tres evidencias: que no hay tema viejo ni nuevo, sino bien o mal tratado; que distan de estar agotados los recursos de la comedia de situaciones no necesariamente costumbrista, y que Woody Allen, además de ser el tremendo actor y director que conocemos, es un escritor de garra.
Para Allen, Drácula, el más famoso de los vampiros, tenía suficiente tela por cortar –y hacer divertir– cuando escribió en 1978 un cuentecillo sin otra pretensión que desacralizar al conde rumano. Luberta siguió casi a pie juntillas la narración, con algunos cambios que apenas alteraron el curso argumental, y consiguió un desarrollo pulcro de la historia, a la que se ajustaron, sobre todo, Hilario Peña, en pleno dominio de sus facultades histriónicas, y Osvaldo Doimeadiós.












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