ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Cartel versión televisual Los asesinos.

Cada adaptación de páginas de la literatura universal a la pantalla doméstica debe inducir al espectador a buscar el original. Así fue en otros tiempos de la TV Cubana –las novelas, el espacio El cuento–, donde con menos recursos que ahora entraban a los hogares Balzac, Stendhal y Maupassant, Dostoievski y Gorki, Scott Fitzgerald y Dreiser, y los televidentes iban a las librerías y bibliotecas para disfrutar la lectura. Lo mismo sucedió con la literatura cubana. Recuerdo cómo la versión de La joven de la flecha de oro llamó la atención sobre un Cirilo Villaverde que había ido más allá de la emblemática Cecilia Valdés.

  La televisión está en el deber inexcusable de potenciar ese necesario ejercicio en favor de la democratización de los bienes espirituales –pauta esencial de la política cultural del Estado socialista-, larga e insistentemente reclamado por el movimiento artístico e intelectual en los más recientes congresos de la Uneac y la AHS.

  De ahí que, antes de cualquier otra consideración, salude la transmisión, la pasada semana, de Los asesinos, de Ernest Hemingway, en la programación dramática de Cubavisión, con la esperanza de que ello no sea únicamente un rasguño en la piedra, como ha venido sucediendo en los últimos años, en los cuales las adaptaciones, algunas de atendible realización, han sido intermitentes y esporádicas.

  Si estamos de acuerdo en que Hemingway es un clásico de la literatura del siglo XX, Los asesinos, dentro de su producción narrativa, califica como tal en la cuentística del escritor estadounidense. Ahí se hallan presentes sus mayores virtudes: concisión en el desarrollo argumental, desnudez del relato, economía de medios, la atmósfera por encima de la anécdota, la insinuación por arriba y debajo de los hechos. A flor de piel, el pesimismo existencial de un contexto en el que se prefiguraba –el cuento fue escrito poco antes de la Gran Depresión– el estallido de la crisis y su repercusión en el ciudadano común.

  Yeandro Tamayo (Santiago de Cuba, 1978), responsable de la versión y su puesta en pantalla, sabía lo que tenía a la vista y contaba con herramientas para ello. Reconocido como realizador de videoclips musicales, no debe olvidarse que es un hombre de la escena, vinculado a Argos Teatro y deudor de la experiencia de Carlos Celdrán.

 Seguramente rastreó la seducción generada por el cuento de Hemingway en cineastas como Robert Siodmak y Don Siegel, quienes a la historia original añadieron cuerpo, tiempo y personajes –en la última, nada menos que Ronald Reagan, en el papel de un agraviado jefe de la mafia–, aunque la fórmula de Tamayo se apega más a la del ruso Andrei Tarkovski en sus días de formación académica.

  A nuestro compatriota le interesó más la tensión ambiental, el hecho mismo de que dos individuos, los asesinos, irrumpan en una cafetería a la caza de alguien que no llega: el manejo del tiempo, la prolijidad de la fotografía de Alexander González en el tránsito del reloj a los rostros, de los rostros al detalle escenográfico; la edición precisa de Luisito Najmías. La música como apoyatura, con dos canciones memorables, la voz de Freddy García y la de Rachel Pastor que reactualiza el tema, y otra victrolera por Vicentico Valdés.

  ¿Era necesaria la transposición de época y lugar a La Habana de 1958? ¿No hubiese sido más congruente La Habana de la época del pandillismo en los años 40? Tengo mis dudas, puesto que la vuelta de tuerca forzada no halla plena justificación dramatúrgica. La vestimenta de los matones no se corresponde a la del plazo epocal elegido en la versión.

 Podría cuestionarse también la consistencia del lugar de los protagonistas en función de la narración. Para Hemingway, lo más importante no son los asesinos, ni el barman aquí sobreexcedido, ni los empleados –desmedida la fuga del cocinero negro, cuando en el cuento no va más allá de desentenderse del asunto-, sino el resignado fatalismo del sujeto a liquidar –al telespectador no le queda claro quién es, según Hemingway un boxeador de peso completo– y, particularmente, la reacción del joven parroquiano, Nick Adams, alter ego del escritor en su juventud.

 Compasión y desasimiento, angustia e imposibilidad de redención. Tal es la lectura del cuento, no así la de una versión televisual destacable en factura y empaque estético.

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