ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Madeleine Sautié Rodríguez

Cuando el 10 de octubre de 1868 Carlos Manuel de Céspedes desató el nudo de la esclavitud, comenzaría a desbrozarse el largo camino hacia la independencia definitiva. El suceso emancipador constituyó la consolidación de un sentimiento de nacionalidad, que venía forjándose ya desde los finales del siglo XVIII bajo la tutela de la Sociedad Económica de Amigos del País y su publicación El Papel Periódico de La Habana, la cual había logrado nuclear en sus páginas lo mejor del pensamiento iluminista de filósofos, economistas, científicos y pedagogos de alto reconocimiento social e histórico, residentes en la Isla de Cuba.

Junto al batallar de los Caballero (José Agustín y José de la Luz) por dotar a la escuela de los textos y métodos escolares más modernos para su época; a la labor persuasiva de Arango y Parreño por insertarnos en el mercado que enlazaba a Europa con Estados Unidos y liberarnos de ese modo de la tiranía comercial española y de la esclavitud como base de toda la producción; a los sólidos argumentos expuestos por José Antonio Saco contra los que preconizaban el anexionismo como vía para separarnos del coloniaje español; junto a la obra llevada adelante por el presbítero Varela para hacer realidad el ideal de independencia, lucha armada mediante, y la reafirmación identitaria de cubanos forjados en el libre pensamiento, el sentimiento de nacionalidad encontró cabida asimismo en los dolientes versos de José María Heredia, en las plegarias líricas de Plácido, en el verso robusto de la Avellaneda, en las décimas cubanísimas de Fornaris y El Cucalambé, en el remanso trovadoresco del futuro Padre de la Patria, así como en las revelaciones crudas y acusadoras de los males del esclavismo contadas por los mejores novelistas del XIX, a lo que se le sumaba entonces «el planazo descolonizador» de La Demajagua, salido del puño férreo de un hombre de acción volcánica.

No fue el Grito de Yara una bravata para zarandear el dominio despótico ibérico, para que admitiera como buenas las reformas demandadas, por años, por los criollos; fue el inicio de un proyecto madurado en la urgencia del momento y apuntalado en su espíritu de cubanía total en medio de la manigua redentora. Y fue decisivo ese proyecto ante la primera debacle militar, pues la convicción de Céspedes de que bastaban 12 hombres para hacer la independencia, constituyó el fuelle alentador para no cejar en el empeño de la epopeya; estaba en juego el más luminoso de los senderos patrios hilvanados hasta ese momento.

Cierto, la fatigosa contienda hubiese dado al traste con las aspiraciones de miles de combatientes si ante el Pacto del Zanjón no hubiera tronado el grito de protesta del gigante de bronce en los Mangos de Baraguá. La protesta dejó abierto el reinicio de la Revolución en la batalla incesante de aquel hombre que había nacido sin sol un 28 de enero. El Apóstol, el hombre nuevo, hubo de librar una cruzada titánica a favor de mancomunar todos los esfuerzos y poner «alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: Con todos y para el bien de todos».

Fue la obra de los grandes pensadores y próceres la que salvó a la naciente república, en los albores del siglo pasado, del «yanquilismo infantil» y de toda la podredumbre moral gracias al empuje de esa cultura de resistencia que nos viene, más cerca en el tiempo, de espíritus ilustres como Villena, Mella, Pablo de la Torriente, Guiteras, Fidel, como líder indiscutible de un periodo de exacerbación revolucionaria, que trajo para los cubanos la oportunidad de aprehenderse de una dignidad irrebatible.

Sigue siendo esa cultura de la resistencia la que nos sirve como escudo de salvaguarda de la nación ante los peligros de este mundo apocalíptico, apoyada en la obra meritoria de artistas e intelectuales de la vanguardia, difundida dentro y fuera de la Isla.

Razones sobran para que el festejo por el Día de la Cultura Nacional siga siendo un acto de fe de todos los cubanos.

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