
Desde que entró en mis ojos por primera vez, esta imagen conmovió todo lo que puedo tener de sensible y removió todo lo que puedo tener de racional. Fueron tantas las ideas, tantas las conclusiones que empezaron a dar vueltas por mi mente que, en un momento dado, tuve la impresión de que estaba escribiendo un alegato o armando un devocionario o cosa así y decidí mantenerla para siempre a mano, ubicada en alguno de los ángulos hacia donde levanto la vista cuando no acude a mi mente la palabra que encaje en la métrica de una canción a medio componer o cuando no puedo encerrar en un espacio breve y con toda claridad la idea que se me ocurre, en el transcurso de un escrito.
Salí a buscarla en forma de postal pero, por más vueltas que di, no tuve la suerte de encontrarla en los puntos de venta de mi ciudad. Y no era cosa de capricho el querer abrazarme a las grandes verdades que de ella se desprenden: rara vez había experimentado ese golpe de sangre capaz de levantar el ánimo, despejar la mente, abrir el corazón, de la manera en que lo provocaba la imagen de aquella cabeza que se inclina levemente, quién sabe si después de un breve retozo con su «jinetuelo» –con el pelo revuelto «pelo hervido», al decir de su madre según afirma uno de sus biógrafos–, y aquellos ojos abiertos hacia los lados que, al hacer unísono con la sonrisa, dejan escapar la carga entera, arrojan las municiones, se desarman y por una sola vez en la vida, ante la vista de todos, se dan por vencidos.
Un día, ni corta ni perezosa, sin lastimar el ejemplar a cuya primera página no me cansaba de acudir, tomé con mucho cuidado una cuchilla y (siempre pidiéndole perdón y dándole gracias por haber servido como mensajero celestial) recorté la lámina, y le otorgué para siempre sitial en un marquito dorado que yacía, huérfano, dando vueltas en una gaveta.
Desde hace años, sobre el estante donde guardo la música que entra en mi vida para quedarse; custodiando aquellos discos donde aparecen grabadas mis canciones, permanece –a solo una mirada de distancia– esa fuente de razones para creer «en el mejoramiento humano», esa invitación a no parar hasta encontrar la nota más linda, la palabra más sonora; a no pasar por alto el valor de una sonrisa, recién nacida de «dos pies que caben en solo un beso».
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Juan dijo:
1
22 de enero de 2020
03:20:22
Gonzalo Moya Cuadra dijo:
2
22 de enero de 2020
17:52:00
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