Las películas y el público son los protagonistas absolutos y desde el afiche se sabe. En un segundo miras el cartel: Ojos que ven y, en siete segundos comprendes y completas la idea «Corazón que siente». El diseño de Raupa sintetiza la premisa del Festival Internacional del Cine Latinoamericano: seguir el diálogo participativo que activamente sostienen –también este diciembre– cineastas y, sobre todo, miles de espectadores para los que ver, sentir y pensar son las claves.
Apreciaremos obras que alcanzan un relieve especial, porque manifiestan una vocación de participar desde el cine en el flujo de ideas, y la descripción de conflictos de todos los colores e intensidades en los debates sociales de sus países. Instinto y conciencia, poéticas personales para hacer películas, contarnos historias, historias que terminarían por ser borradas, pero aun así las imágenes existen en la memoria evocada (¿convocada?) una y otra vez.
Con sorpresa vimos (y ahora recordamos) secuencias de El pacto de Adriana y El color de camaleón, filmes documentales chilenos que adelantaron y documentaron la latencia del pinochetismo. Provocaron asombro y desconcierto. El eje narrativo es una Adriana impune íntima colaboradora del jefe de la dina. «Me involucré en su terrible pasado y ahora soy parte de su delirante presente… Estoy dispuesta a llegar a las últimas consecuencias para conocer la verdad y saber quién es realmente mi tía Adriana», declara su directora Lissette Orozco, que en otra secuencia deja constancia de cómo en un Teatro repleto celebraban la memoria de Pinochet. Perturbadora es también una escena de El color de camaleón. El inculpado y protagonista, ante las evidencias, asume su colaboracionismo con la dina pinochetista. Confesión que su hijo y director del documental, Jorge Lübert, ya presentía. No es verdad que el tiempo todo lo cura…
Impacto a través de las historias que se cuentan, van del sentimiento íntimo al descubrimiento de zonas oscuras de la sociedad, entonces conectamos con realidades del presente que iluminan prácticas políticas, enfoques ideológicos. Historias que marcan distancia entre la propaganda y la pedagogía política.
Películas del siglo xxi que hablan de un drama que ya no se puede seguir ocultando, pero que no está en los grandes circuitos de la exhibición. La operación es imponer a cualquier precio un silencio cómplice. Silencio roto cada diciembre cuando tenemos la posibilidad de re-encontrarnos, dialogar, reconocernos y saber de otras verdades.
Han pasado filmes, no años. Jorge Sanjinés sorprende con El coraje del pueblo; La historia oficial, de Luis Puenzo, se asoma desde la intimidad familiar al tenebroso mundo de la tortura y las desapariciones argentinas. El descubrimiento de la mano de Ciro Guerra de los wayúu en Los pájaros de verano…, las consecuencias del lucrativo negocio de la marihuana y la bonanza marimbera, el choque entre la ambición y el honor. También es de Ciro El abrazo de la serpiente, aclamada en Cannes, seleccionada para Toronto y San Sebastián, el primer filme colombiano nominado al Óscar. Dos ficciones con altas cotas artísticas relatan una Colombia violenta, conflicto plural de raíces diversas. «¿Es la corrupción o la indiferencia una posible explicación para 50 años de la historia colombiana?», trata de explicarnos Natalia Orozco con las filmaciones que durante cuatro años ha reunido para armar su El silencio de las armas.
¿Quién fue, es, Carlos Pizarro? Una historia sobre la carga de la herencia familiar. María José encuentra una carta escrita por su padre 30 años atrás y está dispuesta a levantar el velo, descubrir un crimen político silenciado por la violencia y el miedo, entonces produce el documental Pizarro en 2016. En estos días la imagen de María José Pizarro invade las redes denunciando la misma violencia colombiana que asesinó a su padre.
La tendencia a ir a la memoria y sumergirse a cualquier precio en el pasado, en la intimidad de personajes, el encuentro funciona como un mecanismo liberador. Recreación emocional y geográfica, archivos y fotos, testimonios directos y una cámara dinámica que la tecnología facilita, skype o teléfonos celulares, todo puede ser usado. No hay que desconectarse. La inmediatez de las noticias en las redes (teléfonos, cámaras de alta tecnología) navegan en un océano informativo que dura cinco horas, después viene «otra cosa». La memoria viene desde el cine.
Se reinstala en Brasil, sin un golpe militar, la política de asesinatos, torturas y crímenes, censura y racismo. Por eso regresa Carlos Marighella, está otra vez en las calles convertido en el filme Marighella, ópera prima del actor Wagner Moura, prohibida absolutamente por Bolsonaro.
Marighella es el enemigo número uno de la dictadura, lo fue en 1969 y lo es hoy. Un hombre que estremeció a sus contemporáneos y todavía no está tranquilo, su impronta se va conociendo, poeta y político, opta por la lucha armada. Es a través del cine que lo vamos descubriendo. Primero, en un filme de Helvecio Ratton conoceremos su vínculo con los frailes dominicos, entre ellos Frei Betto, que reconstruye en Bautismo de Sangre este episodio que narra el filme en 2007. Polémicas, victorias y derrotas integran Retrato hablado del guerrillero, de Silvio Tendler, 2011.
El relato que Moura nos propone en su Marighella, es de aplastante vigencia, un intento para que se re-encuentre una historia ya vivida con este presente. El filme se adentra en un escenario de conflictos ideológicos, discusiones de tácticas y estrategia y, también, en el drama emocional de un ser humano y su familia. El director apela y usa con eficacia creativa todos los recursos del cine, cuenta con la actuación, matizada y convincente, del músico que encarna a Marighella, y logra un hilo sutil, pero firme, que le permite una conexión múltiple con los espectadores, incluso los no-brasileños. La cinta que veremos es más que una película con y sobre ideas discrepantes.
¿Cuál será la razón o explicación para que cineastas de Arabia Saudita, Albania o Egipto, tan lejanos a nosotros, inscriban sus filmes en este Festival? El más importante argumento está en la intensa relación que cada propuesta establece con el público, un diálogo que llega al paroxismo cuando los espectadores increpan, discuten o acuerdan algo con lo que sucede en la pantalla. Experiencia ¿única? Recuerdo la sorpresa y el encantamiento de María Luisa Bemberg al asistir a estos «diálogos» en las proyecciones de su película Yo, la peor de todas, y entre nosotros es memoria el impacto y la huella del exorcismo social colectivo que provocó Fresa y Chocolate. Filmes de atmósfera, conflictos internos, dramas centrados en la construcción de personajes, retratos que revelan la naturaleza humana, como las chilenas Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio, o el escandaloso comportamiento de religiosos anticipado en El Club, de Ricardo Larrain. Chile cine-revelación de los últimos años nos ha mostrado desde ángulos diversos la riqueza y complejidad ideológica y cultural de los residuos vivos de un pasado que vuelve una y otra vez. Lo sabe Andrés Wood, primero con Machuca y ahora con La Araña, conflictos, silencios y verdades.
Ver la realidad-real instalándose en el imaginario popular y favorecer con cada película –ficción o documental– a la creación de ese universo complejo, y diverso, es un principio y una concepción de qué es y qué quiere seguir siendo el Festival Internacional del Cine Latinoamericano.












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