Trataré de cumplir esta tarde el encargo de invitarles a conocer la ciudad de La Habana.
Esta ciudad es el resultado de la obra creadora del hombre y fue construida a expensas de la naturaleza, en un territorio que en los albores de la colonización española era un bosque florido. La comunidad humana que habitó estos parajes hace centurias, halló refugio seguro al amparo de las espléndidas colinas y de las cuevas, ante una de las cuales, muy recientemente, en sitio no muy distante de la capital, los arqueólogos han encontrado un cementerio aborigen. Esos hombres gozaron de los frutos que por doquier brindaba la floresta y usaron las caracolas de la mar, así como las piedras marmóreas de los cauces y márgenes de los ríos, para tallar objetos utilitarios. Nos dice fray Bartolomé de las Casas que la jutía (capromys), pequeño mamífero criollo, podría haber saltado de rama en rama desde el cabo occidental de San Antonio hasta la Punta de Maisí, en el extremo oriental. Esa realidad idílica y paradisíaca cedió al tiempo, pues la tala debió hacerse para construir casas de vivienda, iglesias y fortalezas, y también para la construcción naval, que con el tiempo llegó a ser un próspero empleo de la gente de La Habana, al punto de erigirse en el seno de la bahía un astillero de la Corona española.
Los indígenas ofrecieron a los recién llegados el modelo de sus casas: bohío, caney, bajareque, hechas con madera de palma, de la cual se obtenían también la yagua, corteza vegetal que en lo alto del tronco protege el follaje y lo sustenta. Sirve su fruto, el palmiche, para dar de comer a los animales y el guano de las grandes pencas, para cubrir el techo. Se conservan en museos la silla o dujo ceremonial y otras piezas labradas en el duro y noble guayacán.
Cristóbal Colón, primer y agudo geógrafo de nuestra Isla, describe el paisaje sugiriendo analogías con otros panoramas naturales por él conocidos. Luego sobrevino el choque inevitable entre los europeos y los indoamericanos, dado, si se quiere, por el hecho elemental de que los primeros poseían conocimientos tecnológicos en algunos casos superiores, caracterizados por la mayor efectividad de sus armas y la aparición desconcertante del caballo y de especies de perros, como los mastines y lebreles, de resistencia y agresividad inusitadas. Fue el prólogo de una conflagración donde la rueda, la pólvora, el acero y el caballo asumieron súbitamente el carácter de los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Al edificarse este Palacio de Convenciones, en ocasión de la vi Cumbre de los Países No Alineados (1979), el proyecto y su ejecución al detalle estuvo al cuidado del notable arquitecto cubano Antonio Quintana. Era entonces secretaria de la Presidencia Celia Sánchez Manduley, quien entre sus aciertos consagró no pocos esfuerzos a preservar la naturaleza. Ella inclinó al artista a que esta aula, creada a favor de la meditación, para el coloquio y el debate, fuese como una ventana abierta a los campos circundantes.
Los invito ahora, (…) a visitar la ciudad fundada en el claro del bosque, junto al Puerto de Carenas, que se dio a conocer luego del bojeo a Cuba, en 1509, por Sebastián de Ocampo. Esa bellísima ciudad nació privilegiadamente a la sombra de un árbol: la ceiba, grande y frondosa como aquellas que, según el ya mentado padre Las Casas, podían dar sombra a quinientos caballos. Villa junto a la cual su cabildo ordenó dejar un campo vedado que, además de preservar cedros y caobas propiedad de Su Majestad y de la propia ciudad (por ende, del pueblo), constituía el lugar de sombra, refugio y reposo de sus habitantes, a la vez que sitio del cual tomar maderas para erigir templos y edificios, así como fabricar bellas y formidables naves. Ciudad que hizo suyas las canteras de piedra coralina que ustedes han visto entre los riscos y peñones que asoman en la elegante Quinta Avenida; ciudad que nos revela sus misterios cuando se restaura un techo tricentenario y el viejo carpintero repite rítmicamente los nombres de las maderas que hoy son difíciles de hallar o no existen: jocuma amarilla, quiebrahacha, ácana, cedrorreal...
La Isla nos invita, y yo hago particularmente mío ese deseo, a conocerla y a amarla. No la vean con ojos judiciales, sino con ojos de amor. Hay mucho por hacer, pero habita en su interior, invisible para algunos, pero real y palpable para mí, el corazón de una generación nueva que hará suyo los sueños y quimeras de la que ya se extingue. Ellos lucharán por restaurar esta Isla, por levantarla, por que sea por siempre la más bella. Triunfará, sin lugar a dudas, este deseo romántico; se podrá decir que es la única fuerza salvadora.
Hace unos días, las agencias de prensa internacionales informaban algo inquietante e insólito: una bandada de pájaros carpinteros había horadado la impenetrable coraza de una nave espacial antes de que emprendiera el vuelo, trastornando el proyecto e impidiendo la salida de los tripulantes. Quizá sea el clamor de la naturaleza, que le recuerda al hombre, con la obra inocente de sus criaturas, que preserve la naturaleza, que la salve, ya que él es el único capaz de destruir su propio hábitat. No se conoce por qué las diferentes especies, al alumbrar a la vida, son poseedoras de un secreto mandato interno: el castor construye su barrera, el colibrí crea su refugio en la miniatura de su casa de pajillas; pero el único que tala, destruye, daña y deshace el universo donde vive, más allá de su necesidad, es el hombre.
Las ciudades son su creación de madera, de arcilla, de piedra. No miremos el pasado como la mujer de Lot. No culpemos a generaciones precedentes, excusándonos de nuestros deberes actuales. Nosotros los cubanos debemos asumir plenamente el antiguo precepto: «Cuidar, plantar y recrear la naturaleza».
No se nos pedirá cuenta de lo que se nos quita, sino de lo que no hicimos. Llevemos a nuestra generación a practicar el culto al árbol; que este hombre que soñamos libre, sepa disfrutar de su libertad a pulmón abierto, en la naturaleza y no contra ella. Mi voz es la de un guardián del espíritu, la de un defensor de las piedras, de todo aquello que por momentos parece que cederá al paso inexorable del tiempo. En fin, la memoria, el más preciado y excelso privilegio.
Fragmentos de su intervención en la Conferencia Regional (América Latina y el Caribe) de Geografía, La Habana, 31 de julio de 1995.
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