
Si en el Museo Nacional de Bellas Artes hay que ver en el programa de la XIII Bienal de La Habana las excelentes y muy completas muestras que proponen una nueva percepción de la evolución de las artes plásticas en nuestro país, los visitantes deben reparar también en la exposición Veladoras, única de un artista internacional acogida para la ocasión, porque sin duda es un verdadero lujo contar con el mexicano Gabriel Orozco, quien en la actualidad se reconoce como uno de los más importantes creadores de la vecina nación.
Emplazada en el Edificio de Arte Universal, Veladoras revela la consecuencia del trabajo de Orozco en torno a la desmitificación de la cultura consumista prevaleciente a escala planetaria, al apropiarse del material y las formas de las medias de mujer comunes en las empleadas que custodian museos y galerías –utilizadas también por las que ejercen labores subordinadas en despachos y oficinas– y construir metáforas cuestionadoras de una condición humana específica.
La exploración conceptual de Orozco, sustentada en un pulcrísimo diseño y organización espacial, responde a una filosofía artística defendida con las siguientes palabras: «Siempre busco establecer un contacto inmediato para que después se pueda acceder a las capas interiores que tiene cada obra».
Es en esas capas interiores en las que se deben rastrear las claves de la propuesta artística. Detrás de las formas se descubren mediaciones sociales, ansiedades y frustraciones eróticas y sentimentales, y cuanta reflexión salga a flote en la introspección a medida que se avanza de una a otra pieza.
Estamos ante un camino frecuente que se ha ido ensanchando en la trayectoria de Orozco y lo sitúa como uno de los artistas de pensamiento y realización avanzada entre los que en los últimos decenios han optado por el conceptualismo como narrativa estética.
No es el suyo un arte nacido de la complacencia. Al artista le interesa confrontar las relaciones entre mercado y sociedad, con una mirada particular hacia los condicionamientos preceptivos que generan el fetichismo tan usual no solo en la valoración de la cultura material, sino también en los gustos.
Hace algunos años Orozco trabajó una calavera a manera de un tablero de ajedrez, en blanco y negro. Otro artista cotizado, Damian Hirsch, apeló también a una calavera, solo que la cubrió de diamantes. Esta última era la más llamativa, pero la de Orozco suscitó inquietudes mucho más profundas. Mientras la de Hirsch no pasó de ser una especie de boutade, la de Orozco tenía que ver con la apropiación y erosión de una identidad. De eso trata el arte de Orozco, quien sostiene que «cada obra hace su público».












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