ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Ignacio Piñeiro. Foto: Rafael Calvo

Suspiro con alivio ante este Capitolio en restauración para el que tantas inteligencias y tantas manos se juntaron. Miro hacia lo alto y me parece adivinar la silueta de Ignacio Piñeiro cuchara en mano, posiblemente al frente de la cuadrilla de soladores que al inicio de la historia de esta edificación se encargó de garantizar con orgullo el acabado impecable de la cubierta. «¡Ignacio, Maestro solador; el más grande de toda La Habana; trabajó en el Capitolio!» –comentaba Odilio Urfé–.

Y yo lo imagino joven, lleno de vida, animando la faena de todos con el tarareo de cualquiera de sus inmortales, dulcísimos a la vez que pícaros, zalameros sones habaneros que su genio  dejó encajados con un perfil inconfundible para la historia de la música cubana, uno por uno, con el mismo esmero con que fue colocando losa por losa mientras iba pensándolos y, por momentos, dejándose llenar del sano orgullo que se siente ante el acabado de cualquier labor –por humilde que parezca  a simple vista o a golpe de un tarareo– donde se junten lo bello y lo perdurable.

Durante varios meses, entre 1960 y 1961, la vida me proporcionó el privilegio de compartir labores en el ámbito autoral con este habanero cuyos bríos, a sus 72 años, marchaban parejo con la leyenda que –ante la sola mención de su nombre– invariablemente afloraba motivada por la repercusión de una obra musical  única en su manera de sonar, gracias a ejecutantes también únicos agrupados a partir de la segunda década del siglo xx en el sexteto, y más tarde el septeto, que Ignacio Piñeiro fundó y dirigió. Fue desde su contrabajo que el músico trazó las curvas, los atajos, los tramos rectos de uno de los caminos más firmes en el panorama de la música cubana.

Innovador, genio de la forma y el estilo, los pormenores acerca de su aporte pueden hallarse en diccionarios y textos de diversos tipos a los que vale  mucho la pena acercarse con la absoluta confianza de que, además, nos proporcionarán no pocas razones para abrazarnos a la certeza de que el arraigo a lo propio es la primera piedra cuando, de creación, se trata.

Aprovechábamos cualquier pausa, entre una tarea y otra, para conversar. Él, por supuesto, del lado del buró donde se sienta el que más sabe; yo, del lado del que llega en busca de algo. Así florecía nuestra amistad. Mi corazón y mi conciencia iban ordenando cada detalle, cada historia hilvanados por aquel cubano nacido en un barrio habanero solo dos años después de la abolición de la esclavitud; criado en la pronunciación española de la cual conservaba todavía un ceceo suave, nada impostado. Había ido creciendo, a la manera de un árbol de la vida, animado por los más puros toques africanos mientras su oído –finísimo– se educaba de tal modo en las formas de versificación española que, ya integrado a las prácticas musicales de su barrio natal, Pueblo Nuevo, no tardó en ser designado por sus iguales como cabeza y guardador del grupo que los representaba en encuentros competitivos con otros barrios.

«Tonista» –me decía con mucho orgullo– «yo era el tonista…», refiriéndose al cuidado del lenguaje como forma esencial, y yo me regodeaba en aquella afrodisíaca oda a las butifarras de El Congo, cuya gracia y pureza encajaran de modo tan seductor en giros melódicos que el compositor norteamericano George Gershwin, de regreso de su visita a Cuba, tomó en calidad de préstamo y dejó inscritos en su Obertura cubana.

Miro lo bonito que va quedando el significativo edificio y levanto la vista, el oído y el corazón, en pos de un emblema más persistente que cualquier Giraldilla, más sagaz que cualquier Mercurio; se me juntan varias frases de aquel  monarca del son habanero en cuyos dominios nunca va a ponerse el sol: «…en Catalina me encontré lo no soñado / la voz de aquel que pregonaba así: ¡échale salsita!». Y pienso, riéndome para mis adentros: «Ignacio Piñeiro Maestro solador, cuchara en mano, agarrando al vuelo la próxima melodía desde lo alto del Capitolio. ¡Qué calladito se lo tenía La Habana!».

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Ronald Casas U. (Costa Rica) dijo:

1

5 de marzo de 2019

10:10:02


Uno de los más grandes compositores que ha dado Cuba. En el barrio de Pueblo Nuevo comenzó a cantar en coros infantiles. Ejerció los más variados oficios, entre ellos, tonelero, tabaquero y fundidor. En 1906 integra la agrupación Timbre de Oro y luego dirige el grupo Los Roncos. En 1926 ocupa el puesto de contrabajista en el Sexteto Occidente de María Teresa Vera. En 1927 funda el Septeto Nacional (por entonces todavía Sexteto). Creador incansable en los más diversos géneros, entre sus composiciones más conocidas están: "Cuatro palomas"; "No juegues con los santos"; "Suavecito"; "La cachimba de San Juan"; "Salomé"; "Entre tinieblas" y el popular son-pregón "Échale salsita", cuyos temas utilizó George Gershwin en su obra "Obetura cubana".

Francisco Rivero dijo:

2

5 de marzo de 2019

10:38:45


Que bien de saber que Igancio Piñeiro, colaboro con su trabajo de soldador en la construcción del Capitolio Nacional, hace apenas unas semanas realize una visita guiada a este explendoroso edificio de la capital y cual no seria mi sorpresa al conocer en voz de la guia, que el proceso de construcción fue de tan solo 3 años, todo un record, atendiendo a la complejida y caracterisitcas de este edificio. Se que muchos cubanos de la epoca participaron con oficio y mano a la obra. Cuando se indica la palabra " Tonista ". Me hace recordar una expresión que esta inscripta en la manera del cuidado y la forma de comportamiento social, como personal. Que dice asi : - " NO TE PASE DE TONO " tal como me avisaban sabiamente mis Honorables Mayores. Gracias a la Sra, Marta Valdés por esta bienvenida reseña de un gram musico de Cuba. Saludos fraternos