
No es casual que tantas voces, tantos amigos, tantos admiradores, tantos que no la conocieron en vida, se hayan puesto de acuerdo para celebrar sus 90 años. A la devoción de la infatigable promotora Nisia Agüero se debió el homenaje doble de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y la Comisión José Antonio Aponte de esa organización –un coloquio en la sala Martínez Villena y un concierto en el teatro Nacional–, y como nadie posee, que sepamos, el don de la ubicuidad, hubo quien tiró una moneda al aire para disfrutar en el teatro América el concierto preparado por Lazarito Caballero bajo el título De mis recuerdos.
¿Operación nostalgia? De eso nada. Elena Burke, como en el clásico de Fernando Mulens y Olga Navarro, está aquí de pie, no porque su voz sea imbatible, que lo es, sino por el modo en que miró, sintió y gozó la canción, y, como pocos, fraguó un estilo irrepetible y al mismo tiempo estimulante para que otros y otras hallen inspiración en sus lecciones.
Ella fue auténtica, una cualidad que a veces se echa de menos entre los que procuran el éxito a toda costa y confunden la fama con el talento. Cantó lo que le dictaba el corazón. El poeta Sigfredo Ariel hace notar cómo «no solo distingue a Elena su voz de contralto, de generosa extensión y hermoso timbre, también su sentido rítmico y un especial gusto para enfrentar los géneros más diversos». Recuerda una frase de Bola de Nieve –«Elena inventó cantar con filin»– y subraya cómo «no actuaba una canción, se entregaba a ella».
Detrás de la frescura de sus interpretaciones –la eclosión de sentimientos en el bolero y la balada y el desenfado de los aires soneados– había una acendrada interiorización de cada propuesta asumida. Enriqueta Almanza, la gran pianista y repertorista que la acompañó tantas veces, observó: «Ella no permitía caer en rutinas. Aunque se trate de canciones repetidas, siempre hacía de una versión variantes insólitas. En un escenario uno tenía que andar cazándola, pues nunca proyectó un número igual ni dos veces. Y no hablo de lo musical solamente, sino de la emoción».
Supo intuir, advertir, incorporar novedades, arriesgarse, renovarse ella misma. Las melodías más tremendas del filin pasaron por su voz –las exigentes canciones de Marta Valdés– pero también las de Pablo y Silvio cuando no eran unos atrevidos juglares. Y las de un Juan Formell anterior a Los Van Van, el de las noches habaneras que volcaba en giros sorprendentes sus anticipaciones.
Nunca se rindió. Incombustible y fiel a sus convicciones y pasiones musicales la escuché cuando era previsible su final, una noche en El Gato Tuerto de fin de siglo, en medio de la penumbra, pero irradiante en cada interpretación.
Elena está lista para seguir cantando. Para devolvernos, como lo presiente el poeta Miguel Barnet, «todo, el libro y la memoria, los paseos y la flor». Porque como también ha dicho desde la poesía Nancy Morejón, «su voz es una siempreviva».












COMENTAR
pablo hernandez dijo:
1
1 de marzo de 2018
08:20:17
JOSE dijo:
2
1 de marzo de 2018
08:25:14
Teresa dijo:
3
1 de marzo de 2018
08:41:25
lairen dijo:
4
1 de marzo de 2018
10:02:27
Angela dijo:
5
1 de marzo de 2018
10:53:42
eduardo dijo:
6
1 de marzo de 2018
14:28:27
Daynier Mendieta dijo:
7
1 de marzo de 2018
20:31:42
Responder comentario