Algunos espectadores hacen saber su predilección por el “cine americano”, otros afirman que, una vez detectan las fórmulas imperantes en la industria de Hollywood, prefieren productos más sustanciales que se salgan de lo convencional (cine europeo, cine asiático, cinematografías de otros países, como la iraní, que no solo triunfan en Festivales, sino que son perfectamente asimiladas por un público conocedor, o simplemente sensible, que busca en el cine “otra cosa”).
Cuando hace algún tiempo expresé que Doce años de esclavitud era un filme perfectamente realizado, pero que respondía a la manera clásica de concebir el cine por parte de Hollywood, no faltaron espectadores en mostrar su desacuerdo. Aquella era una gran película, merecedora del Oscar, y no había por qué estar criticando siempre a la gran industria.
Sin embargo, el filme de Steve McQueen —director que ya había probado su valía en Inglaterra antes de cruzar el Atlántico a la caza de un Oscar— clasifica perfectamente en el estilo clásico que ha caracterizado por décadas a la cinematografía de Hollywood.
Un clasicismo no asentado en libros, pero que cualquier espectador curtido sabría definir: películas de sólidos argumentos, con buenos actores, banda sonora que ayude a sostener el dramatismo hábilmente insertado cada cierta cantidad de minutos, audio de primera y, lo más importante, una historia bien definida desde los comienzos y que no ceda a las tentaciones de los finales ambiguos.
Porque los finales —lo saben los que han dejado media retina viendo tales filmes— deben ofrecerse de manera resuelta.
Esas películas denominadas “clásicas” copian en gran medida el estilo narrativo asentado en Europa en el siglo XVIII. Una manera de concebir el producto cinematográfico que se desarrolló tanto en ese continente como en la naciente industria norteamericana, solo que Hollywood ganó la batalla de la competencia porque fue el primero en patentizar la fórmula y por ser, financieramente, mucho más poderoso.
Aunque el cine europeo estableció una personalidad propia a partir de autores que se negaron a acatar los formularios llenos de convencionalismos, no es menos cierto que desde el punto de vista económico es imposible referirse al excelente cine de ellos como triunfante, a la manera en que lo concibe la gran industria.
De ahí que si se revisan las listas de los 300 filmes más recaudadores en la historia del cine, o los 500, o los mil, no se encontrará una sola película de Bergman, Fellini, Antonioni, o de cualquier otro realizador de calidad de nuestros tiempos.
El desarrollo de la técnica, y el hecho de estar respaldado por una industria millonaria que no le quita el pie al acelerador promocional, hacen que el cine de Hollywood no solo se siga imponiendo en el mundo, sino que sirva de referencia a realizadores de otras latitudes que rinden su talento al servicio del éxito más o menos seguro. Sin olvidar el acondicionamiento de un gusto popular que, a lo largo de los años, no admite transformaciones sustanciales a lo que ha venido consumiendo, una maniobra cultural que está dando lugar a un fenómeno preocupante: hoy los productores no deben insistir tanto en imponer su “más de lo mismo”, ya que son los propios espectadores, enganchados por las viejas fórmulas, los que les exigen que no hagan cambios.
Desde hace bastante tiempo, más del 70 % de las entradas vendidas en el llamado Viejo Continente son para ver filmes realizados en los Estados Unidos y, en alguno países, la cifra es mayor.
América Latina no se queda atrás en ese porcentaje desastroso.
Los temas espectaculares, y no por ellos menos frívolos, desarrollados mediante las dramaturgias clásicas inherentes a Hollywood (no importa que sean historias fantásticas llenas de efectos especiales) son respaldados por campañas de marketing que invierten en la promoción de las películas “importantes”, entre un 100 y un 120 % del costo de producción.
El productor Andrés Vicente Gómez dio a conocer datos reveladores: una película media hollywoodense cuesta 82,6 millones de dólares y se estrena en España en 300 pantallas con una inversión publicitaria (solo para ese país) de casi dos millones, mientras que un filme local tiene un costo promedio de 1,7 millón y sale en 60 salas con una campaña de lanzamiento que no supera los 250 000 dólares.
Refiriéndose a la agresiva campaña que Hollywood emprende más allá de sus tierras, el prestigioso crítico español Israel de Francisco trajo a colación la opinión del veterano productor francés Marin Karmitz, con más de 120 películas a sus espaldas e impulsor de realizadores de la talla de Jean-Luc Godard, los hermanos Taviani, Ken Loach, Theo Angelopoulos, Alain Resnais, Louis Malle, Claude Chabrol, Krzysztof Kieslowski y Abbas Kiarostami:
“Como en toda guerra ––dijo Karmitz–– en la de las imágenes están los indiferentes, los colaboradores y los resistentes. Antes, Estados Unidos podía amortizar sus producciones con el mercado interior y todo lo que ganaba en Europa era beneficio neto. Ahora, el mercado interior solo cubre entre un 40% y un 50 % del costo y por eso no se conforman con una parte del mercado europeo: lo quieren todo”.
Y para ese todo, es lógico que se siga recurriendo al modelo imperante.
COMENTAR
Rogelio dijo:
1
4 de mayo de 2015
08:47:28
Elvira dijo:
2
4 de mayo de 2015
13:17:21
hortensia dijo:
3
4 de mayo de 2015
14:42:35
Tamara dijo:
4
4 de mayo de 2015
14:55:53
mima dijo:
5
5 de mayo de 2015
03:20:10
omarcz dijo:
6
5 de mayo de 2015
11:58:31
pbruzon dijo:
7
5 de mayo de 2015
12:10:52
Daniel dijo:
8
5 de mayo de 2015
18:24:15
Ramón Leonardo Cabrera Figueredo dijo:
9
6 de mayo de 2015
12:50:01
Responder comentario