Los espectadores que estén cansados de tanto cine reiterativo armado a partir de recetas que se detectan por mucho disfraz que se les haga, se felicitarán de ver la comedia El gran hotel Budapest, ejemplo de que, en manos del talento, la imaginación más descabellada todo lo puede.
La película de Wes Anderson, director surgido del llamado Cine independiente norteamericano mereció el premio del jurado en el Festival de Berlín, pero en su exitoso recorrido por pantallas del mundo ha demostrado ser mucho más que un galardón para echarse en el bolsillo tanto al público como a la crítica, un malabarismo que no se da todos los días.
El gran hotel Budapest habla del pasado de un gran edificio (primera parte del siglo XX) y de personajes e historias algo irreales relacionados con esas viejas paredes, en especial su manager, un delicioso Ralph Fiennes, exigente, educado y cultivador del favor de mujeres entradas en años, todas rubias.
La cinta se inspira en las memorias de un recepcionista, recrea aires nostálgicos emanados de las obras del novelista Stefan Zweig y pudiera interpretarse como una reverencia a esos recuerdos que muchos atesoramos, y que solo daríamos a conocer a aquellos que estén dispuestos a escuchar con la debida atención. De ahí que el director Anderson recurra tanto a una voz narrativa como al flash-back para contar, desde el presente hacia el pasado, una historia coral en la que las deliciosas y cambiantes atmósferas de época tendrán un protagonismo decisivo.
Por momentos nos podría parecer que las peripecias de El gran hotel Budapest son nacidas de una imaginación exuberante (incluida la historia del robo de la pintura renacentista y la posterior guerra de familia), pero la buena mano del director, además de llenarlas de humanidad, las trabaja con un preciosismo estético sorprendente, que al igual que en otras cintas suyas recurre a cierta transfiguración de los colores, el plano fijo frontal (que no pocos cineastas desdeñan) y un barroquismo ornamental contrastante con escenas de loca persecución que recuerdan el cine silente de nuestros abuelos.
Divertimento por lo alto que, aunque parezca paradójico, apuesta por la melancolía.
Cuando Wes Anderson apareció en el escenario cinematográfico con algunos balbuceos comprensibles para los que empiezan, nadie le prestaba atención. Hoy, seis o siete películas después, se ha convertido en uno de esos directores a los que necesariamente hay que ver.












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anselma dijo:
1
8 de septiembre de 2014
08:18:43
Dany Daniel dijo:
2
8 de septiembre de 2014
08:55:08
Vater dijo:
3
8 de septiembre de 2014
17:21:43
Tito dijo:
4
9 de septiembre de 2014
12:03:00
Bruno dijo:
5
14 de septiembre de 2014
05:59:36
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