
En tiempos en que se nos quieren hacer pasar intentos fallidos por obras experimentales, una novela como La Noria, de Ahmel Echevarría Peré, que se alzó con el Premio Italo Calvino 2012, resulta una prueba de que lo novedoso debe venir acompañado de esa eficacia narrativa de la cual hace derecho este autor que va dejando de ser una promesa para convertirse en uno de los nombres indispensables de la joven narrativa cubana.
Publicado por Ediciones Unión, el libro posee una muy interesante estructura donde el asunto se torna secundario en aras de una exploración que entremezcla ficción y realidad, aunque esta última queda soterrada dentro de cartas apócrifas, juegos literarios y acontecimientos cimentados sobre el llamado quinquenio gris, visto por los ojos de un escritor que busca referencias en un tiempo para él lejano.
Los personajes, sin embargo, se mueven entre un tiempo presente y otro que ha quedado atrás pero que todavía permanece en la memoria del protagonista, llamado sencillamente El Maestro, quien se empeña en volver a la escritura después de 14 años de haber sido víctima del dogmatismo y la segregación.
El relato de El Maestro y su vida presente llegan a confundirse de tal modo que no sabemos si lo acontecido transcurre en el uno o en la otra y he aquí uno de los más logrados recursos de una escritura que apela a la reiteración como base de un estilo marcado por múltiples influencias y donde queda al desnudo la poética del escritor en los frecuentes postulados teóricos que protagonizan un texto sugerente, cargado de significaciones y semánticamente neutral.
Ahmel Echevarría no encuentra reparos en apropiarse de fórmulas y hasta argumentos de otros autores que lo han marcado. Entre ellos Piglia, Cortázar y Eduardo Heras León cuyo cuento La Dolce Vita es parodiado sin escrúpulos en uno de los pasajes más interesantes de esta novela atrevida y absolutamente eficaz en sus múltiples experimentaciones temáticas y de lenguaje.
El homoerotismo es tratado aquí sin efectismos baratos mientras lo verdaderamente importante transcurre de manera soterrada, como lo hubiera querido Hemingway o Raymond Carver.
Quizás las notas colocadas al pie para explicar, desde la ficción o desde la investigación, sucesos de la política cultural de los setenta o semblanzas de autores demasiado conocidos como para necesitar de una presentación ante los lectores, se vuelvan superfluas, mucho más cuando en los epílogos el autor nos informa largamente sobre ellos y otros asuntos quizás con la intención de que, con el transcurso del tiempo no sean olvidados.
Lo cierto es que, pocas veces, la armonía entre la técnica narrativa y la fluidez de la historia han sido, entre nosotros, tan bien resueltas como en La Noria.
Y lo que resulta más halagüeño aún: la novela no requiere a un lector de élite para ser disfrutada. Tal vez porque su polisemia permite un sinnúmero de lecturas posibles y no está reñida con la comunicabilidad.
Como bien expresa Rafael de Águila en la nota de contracubierta se trata de una historia en que la literatura contiene a la literatura. Más bien, diría yo, le suelta las riendas.
Efectivamente, como dice Águila, se trata de una novela inusual, de alto riesgo estilístico y estructural.
Ahmel Echevarría ha sabido vencer esos riesgos y se nos presenta con un texto heredero de las mejores tradiciones de la literatura hispanoamericana.
Esta vez la experimentación ha estado justificada en la búsqueda y el hallazgo de excelentes resultados y Echevarría demuestra que ha asimilado con profundidad sus muchas lecturas y también su paso por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso.
Su talento es el mayor responsable pero también una entrega a prueba de balas al ejercicio de la escritura. La Noria es, pues, de esas novelas que no podemos dejar de leer.
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