Cuba se incorporó al mundo globalizado con la conquista española. Ya en el siglo XVIII se hacía evidente el estancamiento español. El conde Peñaflorido, Javier María Munive e Idiakez, estaba convencido de que el atraso español se debía al poco desarrollo de las ciencias, lo que lo condujo, en el plano de la acción, a lograr los permisos para fundar en el País Vasco la Sociedad Económica de Amigos del País con el propósito de fomentar, además de la cultura y la enseñanza, el desarrollo científico y tecnológico.
Con la llegada del obispo Espada a Cuba en la segunda mitad del siglo XVIII, esos aires de renovación ilustrada logran entrar a una sociedad caracterizada, en lo cultural, por la preponderancia absoluta de la escolástica y el estado depauperado de la educación en el país. Su periodo como obispo de La Habana fue el del fortalecimiento de la emergente economía de plantación y de sus representantes, así como el ascenso de una clase media (Torres-Cuevas le llama una media clase) muy activa intelectualmente. Los primeros sentían la necesidad de que los desarrollos industriales y su soporte científico entrasen en la Isla para potenciar la próspera industria azucarera. La clase media, en buena medida, era también esclavista, pero con un vínculo económico más débil con esa forma de producción, y, por tanto, en su seno surgieron los primeros pensadores abiertamente antiesclavistas de la Isla. Los más profundos pensadores de esos sectores criollos reconocían la necesidad del avance cultural y educativo del país que, quizá de manera confusa, pero no menos cierta, veían como suyo. En ese periodo se fortalece la cátedra de física, a la que el propio Obispo aportó de su renta para que se comprasen instrumentos de laboratorio y libros. Félix Varela introduce la experimentación en la enseñanza de la física en el seminario de San Carlos. José Antonio Saco publica la obra Explicación de algunos tratados de Física. Luz y Caballero, con la ayuda generosa del Obispo, viaja al extranjero a comprar instrumentos y libros para el desarrollo de la química en La Habana.
Pero en nuestro archipiélago también se daba el fenómeno de que importantes figuras del naciente grupo de científicos eran de igual modo activos en otras áreas culturales como la literatura o las artes y viceversa. José Antonio Saco fue promotor de la creación de una Academia de Literatura en la Isla. El Liceo Artístico y Literario de La Habana impartía en sus locales matemática, botánica, química, física, zoología, mineralogía, higiene y anatomía.
El diálogo también ocurría en la otra dirección. Entrado el siglo XIX, el periodista y poeta Juan Clemente Zenea escribía crónicas ocasionales sobre la recién fundada Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de la Habana.
En el caso cubano, ese intento de avance chocaba frontalmente con la reacción monárquica opuesta a cualquier avance social de la colonia. Sus representantes, tanto en la península como en la ínsula, instintivamente reconocían que todo intento de avance cultural, educativo o científico era germen presente y futuro de problemas para la metrópoli. La restauración de la monarquía absoluta en España, en 1823, trajo de vuelta lo más retrógrado del régimen feudal y dogmático. En Cuba, el obispo Espada, ya viejo, es arrinconado y en buena medida neutralizado por los enemigos de la Ilustración, a la vez que Félix Varela, y algunos años más tarde José Antonio Saco, son obligados a exiliarse.

Es correcto entonces decir que en Cuba las ideas científicas entraron de la mano de lo más avanzado del pensamiento criollo, germen de una nacionalidad en gestación. Entraron, además, por conducto de quienes representaban también en las artes, la literatura y la filosofía, el pensamiento de vanguardia de la sociedad cubana. Ciencia, filosofía, arte y literatura eran compañeras en la batalla ideológica contra el oscurantismo feudal. Los enemigos de las ciencias fueron los mismos que los de la enseñanza pública moderna, del arte propio de la Isla, de la literatura criolla y, sintomáticamente, los mismos enemigos de la naciente nacionalidad. En mayo de 1868, en los albores de la clarinada bayamesa, el máximo mando colonial en la Isla, Francisco Lersundi, invitado a una sesión de la joven Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, interrumpió una conferencia del académico Joaquín García Lebredo, cuyo título era La experimentación en las ciencias, para impugnar que quien defendiera la experimentación, defendía también lo mismo en la política, y que tal posición era inaceptable. No carecía de razón el airado Teniente General. Habría también que anotar que, por ejemplo, el hasta hacía poco tesorero de la Academia, Joaquín Fabián de Aenlle, se dedicaba a levantar fondos para la insurrección independentista. Poco después del Grito de la Demajagua se veía forzado a emigrar el vicepresidente de la Academia, José Francisco Ruz, al que siguió Juan Gualberto Hayá, quien luego presidiera la junta revolucionaria en New Orleans, donde militaban otros dos académicos. El académico Fernando Valdés Aguirre fue capturado mientras esperaba un alijo de armas para la insurrección en La Habana. Otro académico, Federico Gálvez, fue condenado a muerte en ausencia, y se pudieran seguir nombrando otros condenados por los integristas coloniales con motivo de la gesta independentista.
Es precisamente el hecho de que la esclavitud marcara la esencia del problema de Cuba, que el debate científico en el siglo XIX necesariamente tenía un componente importante con respecto al tema del negro, visto desde las posiciones «científicas» de la época. La defensa más profunda de la postura antirracista e independentista no fue la de un científico, sino la de un poeta, filósofo y humanista, cuya actitud intelectual lo llevaba a un diálogo con la ciencia de una hondura no alcanzada por ningún intelectual cubano en su época, su nombre: José Martí y Pérez.
El Martí periodista abordó una gama amplísima de los aspectos de un mundo moderno que se abría más allá de la colonia cubana. Su vida en los Estados Unidos de América le permitió ver de primera mano los resultados tecnológicos del avance de la ciencia, de la que se convirtió en un apasionado defensor. También la vida en EE. UU. le permitía tener acceso, sin censura ni obstáculos, a cuanta noticia, crónica o reporte de la ciencia y la tecnología se realizaba en el mundo de la época. Martí, por tanto, sin ser científico, tuvo un conocimiento amplísimo de la ciencia de su época. Entendió como pocos la necesidad de que la América Latina modernizara sus sistemas educativos para ponerlos en función del necesario desarrollo de nuestros países, pero también, como menos personas aún, entendió el aporte que la América Latina podía hacer a la ciencia: «Utilísimas cosas sabría la ciencia si a ella se dedicase la perspicaz inteligencia americana». Hay, por tanto, en ello una visión descolonizadora sin complejos culturales de inferioridad. La ventaja en términos educativos, científicos y tecnológicos de los Estados Unidos de Norteamérica y de Europa con respecto a nuestros pueblos, no era resultado de la inferioridad cultural o étnica de estos últimos, sino de particulares coyunturas históricas que podían ser, con las políticas adecuadas, superadas. No podía verse el sentido de este proselitismo ajeno a su propósito de que el avance de nuestros pueblos impidiera su nueva colonización por parte de los viejos y emergentes poderes imperiales.
Martí no ponía a competir ciencia y otras áreas de la cultura; por el contrario, las veía complementarias. Su relación con la ciencia era de diálogo no siempre fácil y libre de contradicciones. Es el Martí que pregunta por igual para todas ellas si «se trata de saber si la ciencia, filosofía y arte modernos son guías o quimeras». Es el mismo Martí que se pregunta si el arte es esencial o secundario en la naturaleza humana. Debates existenciales como esos, que no excluyen ni filosofía, ni arte, ni ciencia, no se conocen de otro pensador cubano del siglo XIX.
Lamentablemente, la incidencia de Martí en el pensamiento intelectual de la Cuba de su época y los debates que acontecían en su seno fue escasa. Su producción intelectual era en realidad poco conocida por sus contemporáneos y su influencia monumental en la cultura nacional quedaba para el siglo XX.
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Wilfredo Jesús Blanco. dijo:
1
20 de mayo de 2021
10:11:28
Edwin dijo:
2
23 de mayo de 2021
14:29:52
Danays D. Perera López dijo:
3
23 de mayo de 2021
17:07:15
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