
No es el hombre perfecto e inalcanzable esculpido en mármol, el Martí que yo prefiero; sino, aquel ser humano, grande y muchas veces incomprendido, el héroe que llevo conmigo.
Gracias a los excelentes profesores de historia que tuve, y a las vastas lecturas de todo lo que tuvo que ver con la vida y la obra del Apóstol, fui conformando mi propia visión del prócer de la frente ancha y la palabra incisiva, alejado de la figura inmaculada que vive y habita en algunos libros de historia.
Mis maestros no olvidaron contarme las peripecias de aquel jovencito, que con apenas 16 años fue llevado a los tribunales españoles por criticar en una carta a un compañero de estudio que decidió servir a España, por cuya misiva sería condenado a seis años de prisión.
Tampoco olvidaron narrarme que Martí fue, en algún sentido, una persona incomprendida, en primer lugar por sus padres, por cuya razón, llegó a pensar, incluso, en el suicidio. También lo contradijeron su esposa y muchos de los amigos y patriotas cercanos a él, quienes nunca llegaron a percibir la grandeza que habitaba en aquel ser superior.
Cuentan que aquel hombre, pequeño de estatura, que medía 1,65 metros y pesaba solo 140 libras, degustador del vino Mariani, al que indistintamente llamaron «Doctor Torrente» por la fluidez de su verbo, o «Cuba Llora», entre otros calificativos, fue el mismo que prefirió gastarse el dinero en bien de su Patria, mientras andaba con los zapatos rotos en la fría Norteamérica.
Admiro, por igual, al gigante de pensamiento clarividente, capaz de avizorar al peligroso enemigo del norte que en cualquier momento podía caer sobre nuestras tierras de América, que a aquel que tuvo la osadía de expresarle al mismísimo Máximo Gómez «un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento», cuando entendió que el Plan Gómez Maceo no era lo mejor para Cuba.
Quien actuó de esa manera, fue también el joven, que con su talento y dulzura supo conquistar los corazones de Blanquita Montalvo o la Niña de Guatemala; para no hablar del amor que provocó en Carmen Zayas Bazán y María Mantilla, entre muchísimas personas que no pudieron resistir la tentación de querer a José Martí.
Solo un ser humano de su naturaleza, pudo tener el valor de prescindir del don de mando del Titán de Bronce y enviar a Flor Crombet, al frente de la expedición que trajo la guerra a Cuba en abril de 1895, decisión que le ocasionó no pocos sinsabores, como aquel aciago 5 de mayo de 1895, cuando en la Mejorana debió escuchar de Maceo la frase «lo quiero menos de lo que lo quería».
El héroe que me describieron, fue también el que sufrió por aquella calumnia en la que algunos lo calificaban como «capitán araña» porque supuestamente no venía a probar suerte en el campo de batalla, a lo que él contestó con hidalguía: «Soy tan hombre que no quepo en mis calzones», una frase confirmada por el hecho de que cuando tuvo la primera oportunidad, se lanzó a la manigua a luchar por la independencia de su Patria como el primero.
Ese es el Martí que admiro y quiero. El mismo que perdonó al hombre que trató de envenenarlo y luego lo abrazó como a un hermano, logrando, incluso, ganarlo para la causa independentista, o al «loco peligroso», como lo describió Ramón Blanco, Capitán General de Cuba, al verlo pronunciar un discurso que obligó a la alta autoridad española a decir «quiero olvidar lo que he escuchado».
Dicen que luego, durante su etapa de destierro, el propio Capitán General le propuso una amnistía si aceptaba declarar en los periódicos su adhesión a la Corona española, a lo cual el insigne patriota cubano respondió con la dignidad que lo caracterizaba: «Digan ustedes al general, que Martí no es de raza vendible».
El padre de Ismaelillo, fue también quien solicitó a Juan Gualberto Gómez devolver los 8 000 pesos que el bandido Manuel García, conocido como el Rey de los Campos de Cuba, había donado a la causa independentista, y todo porque los había obtenido mediante el secuestro de un cubano forrado en dinero.
Ese es el Martí que no conocí, pero que recuerdo cada día por traernos ese sol del mundo moral del que habló Cintio Vitier, y a quien nos toca hacerle a cada instante, ese otro homenaje que él merece, hasta ponerlo en el pedestal en que se encuentra a la altura de todos los cubanos. Como el mismo dijera: «¡Y todo el que sirvió es sagrado!»
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