El saqueo de grandes ciudades europeas fue, durante cientos de
años, una práctica de guerra tan común como la violación de las
mujeres del enemigo, y el siglo pasado atestiguó ese salvajismo en
una escala sin precedentes. Desde la destrucción alemana de la
biblioteca de Louvain, del Salón del Manto de Ypres e incontables
catedrales e iglesias góticas francesas en la Primera Guerra
Mundial, hasta el bombardeo de Rotterdam, Londres, Coventry y
Canterbury, y de las grandes ciudades alemanas —para no mencionar el
inapreciable monasterio de Monte Casino—, no estamos en posición de
apuntar con índice acusador al mundo árabe por su inmolación
histórica.
En Croacia y Bosnia, a principios de la década de 1990, presencié
lo mismo. La pulverización de mezquitas y templos católicos y
ortodoxos, la destrucción de lápidas –incluso la devastación de
tumbas con buldózer– fueron una forma de limpieza cultural que llegó
a su apogeo con el incendio de la vieja biblioteca de Sarajevo.
En Bagdad, en el 2003, turbas contratadas ex profeso irrumpieron
en el Museo Nacional y se apoderaron de los tesoros de la
Mesopotamia. Yo pasé caminando sobre fragmentos de estatuas griegas
que no tenían interés para los saqueadores y luego observé cómo
quemaban la biblioteca coránica; las llamas de los ejemplares del
Corán del siglo XV lastimaban los ojos, de tan brillantes. Rescaté
apenas unos cuantos documentos otomanos del siglo XVIII que se
agitaban con la brisa en el exterior.
Algunos de esos destructores fueron llevados a la ciudad en
autobús —los vi a la salida, cuando los abordaban de nuevo, y en
otro incendio identifiqué a uno de ellos—, y es cierto que la mayor
parte de la destrucción cultural es organizada. Los saqueadores
llegan en ejércitos. Joanne Farchack y yo fuimos a ver las legiones
de pillos en los sitios sumerios del sur de Iraq, arrojando a un
lado inapreciables vasijas del segundo milenio a. C., sacadas de los
hoyos de trogloditas donde estaban, para abrirse paso hacia tesoros
del cuarto milenio que yacían más abajo.
Durante la guerra civil libanesa, los depredadores del sur del
Líbano me ofrecían brazaletes fenicios de oro de los antiguos
cementerios de los alrededores de Tiro. Nadie sabe cuántos tesoros
perdió el Líbano entre 1975 y 1990. En 1975, el ejército sirio —como
lo ha hecho ahora— acantonó soldados en los sitios históricos del
Líbano, entre ellos los templos de Baalbek, en el valle de Beqaa. El
templo de Júpiter todavía muestra la cicatriz de una granada en su
esquina sudeste.
Por eso es tan importante contar con un inventario de los tesoros
de museos nacionales y ciudades antiguas. Emma Cunliffe, doctora en
filosofía e investigadora de la Universidad de Durham, publicó el
primer recuento detallado del estado de los sitios arqueológicos
sirios en su obra Daño al alma de Siria: la herencia cultural
siria en conflicto, en la cual enumera las causas de la
destrucción, el uso de sitios arqueológicos como posiciones
militares y lo que no puede llamarse de otro modo que robo
despiadado. Gran parte de su trabajo ha informado los estudios de
arqueólogos como la libanesa Joanne Farchakh.