La historia de una época siempre contiene más de una historia. Si
atendemos a la composición diversa de la población cubana, salta de
inmediato la historia de la construcción social de razas, y del
racismo. La nueva formación económica implantada a finales del siglo
XVIII utilizó como fuerza de trabajo a más de un millón de esclavos
africanos o descendientes de ellos en poco menos de un siglo. El
colosal negocio exportador azucarero convirtió a Cuba en una de las
colonias más ricas del mundo y trajo revoluciones tecnológicas y de
organización del trabajo, empresarios eficientes, formas urbanas de
vida muy modernas y una cultura de elites muy sofisticada,
occidental y capitalista. Pero al mismo tiempo explotó
despiadadamente el trabajo, destrozó las vidas y despreció la
cultura de una gran parte de la población de Cuba, creó un férreo
sistema de castas y multiplicó un racismo antinegro que logró
convertirse en uno de los rasgos de la cultura cubana que se estaba
formando.
Solo en 1886 se consumó el final de la esclavitud. Lo exigía el
desarrollo del capitalismo pleno y el avance de la integración
subordinada del país en un sistema mundial que comenzaba su fase
imperialista. Pero para el naciente pueblo cubano la abolición fue
hija sobre todo de un hecho político: la Revolución de independencia
y abolicionista de 1868-1878. Esto tiene una enorme importancia
histórica, porque el colonialismo y el racismo necesitan que sus
víctimas se sientan seres humanos inferiores y que no aspiren a
realizar hazañas ni creaciones por sí mismos. Ahora la
representación de cubano estaba íntimamente ligada al patriotismo
insurreccional, a la conquista de la libertad y al abolicionismo.
Además del fin de la esclavitud, el periodo entre 1880 y 1895
registró procesos y eventos muy importantes relativos a las
cuestiones de raza y racismo. Solo destacaré que la mayoría de los
negros y mulatos debían tratar de salir del fondo de la sociedad en
que se les había mantenido, mediante el trabajo, la superación
personal y de los hijos, la renuncia a prácticas culturales propias
que se consideraran bárbaras —o "atrasos"— y la asunción de
comportamientos y fines sujetados a cánones "blancos". Desde las
enormes desventajas económicas, sociales y culturales de sus puntos
de partida, eso resultaba imposible o muy difícil, pero formalmente
era una posibilidad abierta a cada individuo. Cierto número de
negros y mulatos se asociaban, se identificaban como tales y
trataban de obtener mejoras para los individuos y las
colectividades. Enfrente, el racismo se volvía "científico", y
académicos cubanos discutían si los negros son seres inferiores por
causas biológicas o por causas sociales.
Pero la política y la propuesta de José Martí propiciaron un
camino y una historia diferente. La nueva revolución tendría un
alcance incomparablemente mayor y unos propósitos sumamente
ambiciosos. Muchos negros y mulatos participaron con el Apóstol y
con sus compañeros blancos en su organización, y juntos se lanzaron
a la guerra, que pronto se volvió una inmensa ola popular y abarcó
todo el país. En esa contienda, los negros de Cuba se convirtieron
en cubanos que, además, eran negros. La participación de los no
blancos fue masiva, y su conducta fue ejemplo de sacrificios,
heroísmo y disciplina. El Ejército mambí fue el primero en América
realmente plurirracial en sus mandos, y no solo en sus tropas.
Aquellos que no habían sido incluidos entre los cubanos por el
pensamiento dominante del siglo XIX, los que nacían y vivían con el
estigma de ser perpetuos niños, poseer una moral muy dudosa y rasgos
de inferioridad y peligrosidad, conquistaron un nuevo motivo de
orgullo: haber sido protagonistas en las jornadas gloriosas de la
creación de la Patria independiente y la nueva república.
La república burguesa neocolonial incumplió también el compromiso
revolucionario en cuanto a la mayoría de los negros y mulatos, y al
racismo. Su situación material era casi igual a la de 1894, pero los
cambios habían sido muy profundos. Desde 1899, los reclamos de
igualdad de derechos y oportunidades fueron fuertes y expresos.
Parecería un acto más de ese tipo la fundación de la Agrupación
Independientes de Color, en La Habana, el 7 de agosto de 1908, que
poco después se convirtió en un partido político. Pero resultó ser
el primer acto de un drama sangriento.
El Partido Independiente de Color (PIC) fue uno más entre los
hijos de la Revolución del 95, que había multiplicado los actores
políticos, transformado el contenido de lo político y universalizado
la ciudadanía. Pero el racismo, quebrantado a fondo por la
revolución, había recuperado terreno en el marco del predominio de
un conservatismo social que completaba el sistema de dominación. Ni
la legalidad integracionista ni la demagogia política cambiaban en
lo esencial aquella realidad. Sin embargo, el PIC se propuso
organizar la lucha por la igualdad efectiva y derechos específicos,
utilizando las vías legales del sistema político y de la libertad de
expresión. Sus dirigentes principales fueron el veterano Evaristo
Estenoz, el coronel Pedro Ivonnet —un héroe mambí de la Invasión y
la campaña de Pinar del Río—, Gregorio Surín, Eugenio Lacoste y
otros. El PIC contó con varios miles de seguidores a lo largo del
país, formuló demandas sociales favorables a toda la población
humilde y trabajadora de Cuba y mantuvo una posición patriótica y
nacionalista.
Los independientes de color actuaban en las nuevas condiciones
del retroceso posrevolucionario, pero muchos de ellos eran tan
veteranos como los presidentes de la república. Es necesario
representarnos cuánta seguridad en sí mismos y legitimidad sentían
esos luchadores; les era natural promover confrontaciones o
negociaciones, presionar, argüir, organizar, es decir, actuar en
movimientos sociales y hacer política. Pero el patriotismo nacional
que compartían fue vuelto contra ellos, manipulado por los mismos
que se sometían al imperialismo. Para el pueblo de todos los
colores, la identidad nacional primaba y era decisiva sobre
cualquier otra; ella tendía a ser ciega frente a las cuestiones
raciales y laborales, y las rechazaba cuando parecían debilitar la
unión nacional. El PIC no contó con la simpatía de la mayoría de los
negros y mulatos de Cuba.
El poder burgués los atacó sin tregua, porque lo amenazaban en el
terreno de su hegemonía política bipartidista, liberal-conservadora,
al utilizar las reglas del sistema. Acusados cínicamente de
racistas, en 1910 se declaró ilegales a los independientes de color
mediante la Enmienda Morúa a la Ley Electoral, y se mantuvo presos
durante seis meses a dirigentes y activistas. Hostigados e impedidos
de utilizar la vía electoral, optaron finalmente por lanzarse a una
protesta armada en la fecha simbólica del décimo aniversario de la
instauración de la república, en busca de obtener la legalización
del Partido. Esa forma de presionar no era insólita en el ámbito
político de aquella época, fue utilizada por numerosos políticos
durante las tres primeras décadas republicanas.
Pero el gobierno de José Miguel Gómez movilizó miles de soldados
y paramilitares contra ellos, mientras una sucia campaña de prensa
los satanizó. Durante los meses de junio y julio se consumó la
matanza: fueron asesinados más de 3 000 cubanos no blancos inermes,
la mayoría en la provincia de Oriente, que fue el principal teatro
del alzamiento. No hubo solidaridad para ellos, se quedaron solos en
los campos de su patria, víctimas de un gran escarmiento que fijaba
claramente los límites que no podían trascender los de abajo en la
república cubana. La república oficial celebró el gran crimen, y lo
sometió de inmediato a un olvido al que se fueron sumando —por la
dura necesidad de sobrevivir y aspirar a algún ascenso social— la
mayoría de los discriminados y dominados en aquella sociedad.
Sintetizo un balance de aquel horrendo evento. Uno, la
matanza firmó con sangre el principio de que la república no
permitiría que la diversidad social se organizara políticamente. En
nombre de la unidad nacional se garantizó la intangibilidad del
orden vigente. Dos, la protesta armada fue una táctica
errónea y funesta del PIC, porque no podían crear una correlación de
fuerzas que forzara al gobierno a negociar, y quedaron así a merced
de su estrategia. Tres, los rejuegos politiqueros del
presidente Gómez y algunos otros, en un año electoral, se dejaron a
un lado, y el lema "la Patria está en peligro" justificó la gran
represión. Cuatro, las presiones de Estados Unidos y la
realidad de que podían imponer su arbitrio. Cinco, el
instrumento militar era totalmente ajeno al Ejército Libertador,
aunque muchos mandos y oficiales vinieran de él: servía a la
dominación. Seis, fue una oportunidad de reprimir a fondo a
un amplio sector del campesinado oriental, ante el peligro de su
reacción contra el despojo y el empobrecimiento acarreados por la
expansión capitalista en curso. Siete, el peso notable del
racismo antinegro en la sociedad cubana de la época, que facilitó el
crimen y la impunidad.
La Revolución socialista de liberación nacional que triunfó en
1959 ha logrado avances colosales en la vida del pueblo cubano, sus
relaciones sociales, la organización social, los sentimientos y la
conciencia política. El proceso ha permitido que descubramos la
inmensa riqueza que hay en nuestras diversidades, y también que
constatemos cuánto nos falta por avanzar en numerosos terrenos. Uno
de estos es el referido a la persistencia de racismo en nuestro
país, y a que muchas desventajas que confrontan grupos de cubanas y
cubanos se marcan más en los casos de negros y mulatos. Por eso la
conmemoración del movimiento de los independientes de color y de la
matanza de 1912, además de constituir un rescate de la memoria de
nuestras luchas cubanas, es un acicate en la brega por la conquista
de toda la justicia.
El racismo solo puede ser derrotado si se le combate como parte
de luchas que vayan más lejos y que sean más ambiciosas que el
antirracismo. Las luchas socialistas en la Cuba actual están
obligadas a ser antirracistas. Pero, al mismo tiempo, es
indispensable denunciar y condenar el racismo con gran rigor y
consecuencia, combatirlo siempre y no hacerle concesiones en nombre
de creencias en que determinados cambios generales traerán
automáticamente la bancarrota y el fin del racismo. Ni ser débiles
ante él —y en cierta medida cómplices—, en nombre de estrategias o
prejuicios sectoriales, del perverso ocultamiento de los males para
hacer supuestas defensas de nuestra sociedad, o de conformarse con
que la cultura existente es la cultura a secas y la única posible. Y
aquí se vuelven a reunir el antirracismo y el socialismo, porque
este es ante todo una sucesión interminable de cambios culturales,
en los sentidos del mejoramiento humano y las transformaciones en la
organización social que procuren cada vez más justicia social,
bienestar para todos, soberanía nacional más efectivamente autónoma
y poder popular.