Hace pocos años, producto del cotejo de documentos descubiertos
en un archivo eclesiástico de la Lombardía, se introdujo la duda
acerca de si el pintor en lugar de en la villa vecina de Bérgamo que
le dio su nombre artístico —práctica habitual de la época— había
nacido en Milán.
Ahora se trata de ventilar, con el auxilio de pruebas de ADN si
una osamenta aparecida cerca de la localidad toscana Port’ Ercole
corresponde en realidad a la del célebre artista. De ser en efecto
los restos mortales de Caravaggio, se llenaría un vacío, puesto que
a lo largo de cuatro centurias se ha ignorado donde fue sepultado.
En última instancia lo más importante es que a la distancia del
tiempo la obra de Caravaggio siga teniendo un contacto vivo con la
sensibilidad de los que se acerquen a su obra, sea por vía directa o
mediante reproducciones, en este siglo.
Sería bueno considerar, aunque sea someramente, algunos de los
aportes que lo llevaron a trascender su tiempo, como lo fue la
ruptura con los remanentes del manierismo en la escuela barroca, su
aventajada interpretación del sentido del movimiento interno de sus
figuras y la consecuencia con que profundizó, en los códigos que
articulaban lo real y lo alegórico que heredó de maestros como
Tiziano.
Como todo aquel que revoluciona las nociones estéticas,
Caravaggio fue alabado y denostado. De un lado estuvieron quienes
advirtieron la nueva calidad de su pintura; de otro, los que
pensaron que era decadente.
Pero en la historia del arte occidental ha quedado como un
paradigma por su franqueza en el tratamiento temático y un maestro
del claroscuro.