No
exagero si digo que entre los pueblos jóvenes de nuestra isla, Las
Terrazas compite con los más bellos. Parecido a los cuadros
campesinos que René Portocarrero pintó en los años cuarenta, o los
de Víctor Manuel, por la misma época, disfruta la virtud del
movimiento, de la vida viviéndose. Tengo el orgullo de haberlo visto
en su desarrollo, cuando era una esperanza recién estrenada.
El primer día de 1971 me uní al grupo de esforzados que ponía en
vías de obra el Plan Sierra del Rosario, para devolverle verdor a
montañas entonces peladas por la erosión geográfica y una
indiscriminada extracción. Entrevisté a carboneros que vivían en
condiciones de nómadas por aquellas lomas, desmontaban los árboles y
se movían adonde hubiera nueva madera que consumir. Ellos me
contaron sus vidas y sus recuerdos, desde que pasó por allí la tropa
de Antonio Maceo hasta la llegada del Plan. Estaban en la frontera
de una vida nueva, se convertirían en "terraceros", vocablo que
escuchaba por primera vez. Con mis testimoniantes me siento
terracero, un poco hijo del pueblo donde nació Polo Montañez y tengo
grandes afectos. La UNESCO declaró Reserva de la Biosfera a la zona
donde ellos viven, consideración ganada por el esfuerzo de aquellos
campesinos hoy dueños de su propio destino y de un aire sereno,
cobijado por una vegetación recuperada por su esfuerzo.
Entre las alegrías que me entrega la XIX Feria Internacional del
Libro, una de las más gratas es el manojo de testimonios de
terraceros que recogí en el tomo Conversación en Las Terrazas.
Un libro tan pequeño como significativo, de la editorial Boloña. Fue
mi segunda experiencia en el testimonio y, como en La fiesta de
los tiburones, acudí al diálogo coral, mezcla de intenciones
sociológicas, históricas y costumbristas. Y como de costumbres y
alegrías se trata, en el acto de presentación, este martes a las
4:30 p.m. en el espacio Tribu de la Palabra, nos acompaña el Septeto
Habanero, con páginas musicales que recuerdan la época de los dos
libros mencionados.