ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: JORGE

Cuando alguien crea que la maravilla de la guitarra consiste en la rapidez de los dedos que la tocan, que escuche a Path Metheny tocando el tema de Nuovo Cinema Paradiso, de Ennio Morricone. El arte nunca puede ser competencia, porque lo que nos hace humanos es siempre un empeño colectivo, en este caso entre el que interpreta y los que lo escuchan.

«Uno quisiera creer en la libertad de la música, pero rutilantes premios y compromisos sin fin quiebran la ilusión de la integridad», confesó Neil Peart, baterista y compositor, ya fallecido, de la banda Rush, al narrarnos el tema El espíritu de la radio.

El arte no tiene profetas, tiene héroes. Si el mensaje y la obra de arte son genuinos, es deber del receptor entenderlo, y no del artista simplificarlo para hacerlo entendible. Todo arte trascendente ha retado a los seres humanos a esforzarse en asimilar nuevas formas de percibir, y al hacerlo, nos ha hecho avanzar como género.

Es indigna la idea que subestima al lector-observador-espectador. Es degradante la idea que argumenta que a los jóvenes hay que simplificarles el mensaje para que les llegue, la idea que adscribe al concepto de pueblo la condescendencia, como necesidad. Con esa receta de papilla insípida no se puede aspirar a crear cultura como fuerza emancipadora.  Con esa receta, jamás se logra la descolonización de la que tanto se habla.

Quien se atreve a escribir un poema sobre la belleza ya no teme escribir sobre cualquier tema. Y eso siempre ha sido peligroso para los poderes dominantes. La iglesia trató en vano, por siglos, de domesticar la música para acabar derrotada. Creía que la domaba obligándola a seguir cánones; mientras más rígidos y menos atrevidos, más conforme con ella.

Siempre la duda, la inevitable duda. El no saber si el compositor dejó colar, a sabiendas o no, el «diablo» de la libertad en un pasaje donde el que escucha, imagina escenas poco bíblicas. ¿Dejaba la música, a las sensaciones, llevarse por la sublime apelación a Dios, o por profanos deleites terrenales?

No saber, en fin, por más cuidado que se haya puesto en la rigidez de la composición, cómo lo asume el que escucha. Y peor aún, mientras más rústico es el oyente, más cerca está de la tentación innombrable. Que no por gusto el ser humano ha puesto más empeño en saber del cielo, o más bien la ausencia de este, que de las entrañas de la tierra.

Por esa duda que la carcomía, a la iglesia no le quedó otro remedio que agregarle al canto el texto, para asegurarse de que solo hubiera un significado. Nada de libertades, un mensaje claro y explícito que atara bien la composición a sus intenciones y solo a ellas. Pero ni con ello lo logró. Que al ignorante es difícil hacerlo entrar, obligado, por las puertas. Oyendo liturgias en latín que no entiende, quién sabe lo que lleva su cabeza, para la cual las palabras sacras son solo sonidos que apelan a sus sentidos. Y ya sabemos lo poco confiables que son los sentidos, y más en los que tienen por racionalidad el elemental ejercicio de la sobrevivencia.

Fornicar era la única salida a la tiranía del trabajo. Y el de mente inquieta no se deja amarrar por las palabras, logra ignorarlas y extraer el sublime deleite, libre y personal, del sonido que subyace. Nada detesta más el dogma que la apropiación sobre la que no tiene control alguno. Es abono de otros pensamientos más peligrosos.

De la música puedes sumergirte en la racionalidad de la partitura, ese otro intento de llevarla a texto. Indagar en los símbolos el sentido de la potencia no realizada, allí puedes hallar estructura, trampas, descubrir patrones, hasta identificar desvíos y travesuras; pero mensaje, lo que se dice mensaje inteligible y racional, no lo hay. Y no tienes ni que oír la pieza. Si sabes leer puedes imaginarte los sonidos mirando el papel, sumar los instrumentos como el compositor quiso. Para el entendido, no hay mejor orquesta que la que está en su cabeza.

 Más sabe el diablo por viejo, que por diablo. He ahí, en el crecimiento que da el saber, que está la hermosura de los años. En eso estriba el propósito universal de la existencia humana. Esa victoria que advertimos en la quietud de las tardes y en las nuevas batallas.

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