ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Fotograma de Juego de tronos

El estadounidense George R. R. Martin fue calificado por la revista Time como «el Tolkien americano», aunque en su obra exista poco de la dicotomía Bien-Mal tan traída a mano por el católico narrador británico de El señor de los anillos y El Hobbit.

A través de menos magia y arquetipos, más realismo, crudeza, diversión, diversidad de universos morales prohijados por la misma inescrutable naturaleza humana, indagación en los perfiles volitivos, sordidez y sexo, Martin redimensionó la fantasía heroica.

De Canción de hielo y fuego, una de sus sagas novelescas, parte Juego de tronos (HBO, 2011–2019), serie ganadora de 59 Premios Emmy, que es mito e hito del siglo en marcha. Fue un verdadero fenómeno universal –el último registrado antes del arribo en masa de las plataformas de streaming– que vale recordar, a propósito de su transmisión ahora por la Televisión Cubana.

A su personalísimo opening (cabecera) aderezado por la tronante música de Ramin Djawadi, precisa añadirse el esplendoroso diseño de producción de Gemma Jackson, el desarrollo del flujo espacial y temporal, la cadencia dramática, el frenético ritmo audiovisual, los regios personajes, las caracterizaciones, la labor de selección de reparto, el sentido del espectáculo y la recreación de grandes batallas filmadas con la fastuosidad de cierto cine épico. Y también con sus millones.

Pero, sobre todo, debe subrayarse su posesión de una entidad casi inclasificable en palabras, capaz de jerarquizar cualquier trabajo serial, al tiempo que lo singulariza: el ángel.

Juego de tronos porta un ángel que sobrevuela, vigila y bendice buena parte de los 73 episodios de sus ocho temporadas, desde el piloto (capítulo inicial) y su mágica secuencia inaugural en la nieve.

De predecible nadie acusaría a esta serie, ungida tanto por la imaginación como por la sagacidad de los guionistas de no dejar sucumbir la narración entre los fórceps de la épica.

Al margen –dado el género– de sus necesarios y magnos paréntesis de corte épico y bélico, a la larga cuanto gana preeminencia es la batalla interior del ser humano dentro de un escenario de pasiones, mentiras, subterfugios e intrigas, donde los personajes están configurados para convertirse en baza crucial.

Resulta dramáticamente jugosa la familia Lannister en su totalidad, con destaque para el enano Tyrion, compuesto por Peter Dinklage. Él es el sujeto más inteligente, cínico e hilarante de estos Siete Reinos habitados por hermanos incestuosos, malévolos reyezuelos mimados, retorcidos tipejos, sangre, envidias y pugnas, como parte de la lucha por acceder al Trono de Hierro.

De este universo fantástico también son inquilinos espeluznantes criaturas de los hielos, guardianes de la noche, mortíferos dragones y la madre humana de dichas figuras aladas: Daenerys Targaryen (Emilia Clarke), que prendó a millones de espectadores.

Más allá del decepcionante y repudiado epílogo de la serie, su tendencia a lo hiperbólico, la congestión aletargante de subtramas, el abarrotamiento de personajes o las cargas gratuitas de sexo y violencia, Juego de tronos se evoca con el placer que nos legaran ocho años de muy buena teleficción: vista en su género.

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