«Desde el principio sabía todo sobre los versos», confesó Anna Ajmatova (1889-1966), en un texto de 1965, titulado Brevemente sobre mí; en el cual contó, además, que el primer poema lo escribió a los 11 años, y que jamás había dejado de hacerlo desde entonces.
Con esas notas abre el libro Poemas (Editorial Unión, Colección Sur Editores, 2008) que –a través de la selección, edición y redacción de Verónica Spasskaya– presenta a la escritora, estudiosa de Pushkin y traductora, a quien se le considera entre las figuras más relevantes de la poesía rusa del siglo xx.
Uno de los valores indiscutibles de la obra de Ajmatova es el de haber destilado en versos sencillos y rotundos las experiencias intensas y muchas veces desoladoras de su vida, marcada por las grandes transformaciones, las luchas y los errores de su país.
Figura descollante del movimiento literario acmeísta, Anna –en oposición al simbolismo– prefería las imágenes claras y sucintas. En las traducciones reunidas en este volumen, correspondientes a Fina García Marruz, Cintio Vitier, Juan Luis Hernández Milián, Francisco de Oraá, Pável Grushkó y la propia compiladora, se advierte el depurado estilo de la poeta, que podía hablar tanto del nacimiento del amor como del desgarramiento al esperar fuera de una cárcel, y con igual majestad poética: hay en sus composiciones una levedad fiera.
Me sentí como ardiendo en luz / Sus miradas quemaban como rayos (…) Que, como cae la piedra en el sepulcro, / caiga sobre mi vida el amor, escribió en Turbación; pero así como sus iluminaciones, la obsesionaban la creación, la oscuridad propia y ese manantial del cual todo artista extrae su inspiración, muchas veces asustado de sí mismo.
«Me exprime como una fiebre», aseguró en un poema sobre la musa, y en otro dijo de ella: Y por fin entra. Levantando el velo / con penetrante vista mira lo que soy. En El poeta declaró: Tomo un poco de todo, sin recoger apenas / ni sentirme culpable ni un segundo. / Algo recojo a veces de esta pícara vida / jovial. Y todo, del silencio nocturno.
Mujer inteligente y de una belleza imantadora, según testimoniaron sus contemporáneos, Anna despertó pasiones rotundas y fue tan libre como leal a los hombres que amó; sin embargo, en el núcleo de su existencia estuvieron siempre las desdichas de su único hijo Lev.
No a acumular para nosotros / a darlo todo estamos destinados, aseguró en 1915, y así hizo tanto al leer en los hospitales a los combatientes heridos, en plena Gran Guerra Patria, como cuando, incluso luego de quemar todos sus papeles tras el arresto de Lev, retornó a versar: Diríase que muchas cosas / aún necesitan mi canto.
Un año antes de morir, después de una vida de desencuentros con el poder político y de negarse al exilio como salida, contó: «No he dejado de escribir versos (…) Cuando los escribía, vivía al son de los ritmos que se dejaban oír en la historia heroica de mi país. Estoy feliz de haber vivido estos años y de haber visto acontecimientos que no se pueden comparar con nada».











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