ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: www.biography.com

Si bien es cierto que, por deseo propio, Greta Garbo, la protagonista de Mata Hari (1931) y La reina Cristina (1933), se retiró de la vida mundana y prefirió apartarse del contacto social durante buena parte de su vida, tampoco lo hizo animada a encerrarse a llorar en una habitación a oscuras, en medio de muebles cubiertos con sábanas y telarañas en las esquinas de las paredes, como suele leerse.

A su muerte, el 15 de abril de 1990, fuentes familiarizadas con la cotidianidad de la diva revelaron que vivía dentro de su mansión, pero con todo el desenfado posible. Ni andaba entre sombras, a lo Drácula; ni gemía como La dama de las camelias (1936), personaje que interpretara en el filme homónimo de George Cukor.

Veía buenas películas, se alimentaba con lo mejor de los mercados neoyorkinos y cada tarde, después de las siete, vaciaba media botella de whisky o vodka –según tuviera la vena–, acompañada de unos tan exclusivos como apetecibles cigarrillos británicos.

La escandinava no tenía mucho de nórdica en el trato con aquellos pocos elegidos (Clare Kojer, su ayudante personal; su sobrina Grae Resfield, la única pariente viva; el médico de la familia; la compañera de set, Ruth Gordon, y algunos eventuales), a quienes solía convocar para contarles chistes.

Al morir la Garbo, su eterna amiga, Mimi Pollak, reveló, en entrevista con la agencia ap, que «contarlos era su mayor disfrute». Añadió, en idéntico material, que «Greta era una mujer ingeniosa a la que le gustaba reírse», y atribuyó su huida de la pantalla al hecho de que «siempre quiso ser una gran comediante, y como los críticos la pulverizaron por su rol en su única comedia, La mujer de las dos caras (1941), después de eso ya no quiso seguir».

Le asistía la razón, en parte, a la Pollak. Algunos críticos, esos mismos que antes fungieran como los San Pedro que le abrieron el cielo cinematográfico, fueron muy duros esa ocasión. Un ejemplo: el firmante de la revista Time escribió de su actuación: «Su penoso efecto no es distinto al de ver a Sarah Bernhardt aporreada con una botella. Es casi tan repugnante como ver borracha a la madre de uno».

Pero Mimi se equivocaba en algo: la Garbo ya había incursionado antes en la comedia, y de la mano de uno de los maestros del género, el alemán Ernst Lubitsch, quien la dirigió en Ninotchka (1939). Fue una prueba histrió­nica y un reto intelectual, ante los cuales la sueca salió airosa.

El interés por el humor, pues, estuvo siempre latiente en una dama que «era graciosa, amable y quien de ninguna manera daba la impresión de ser una ermitaña misteriosa», según expresara al rotativo Dagens Nyheter, a raíz de su muerte, el entonces embajador de Suecia en Estados Unidos, Wilhelm Wachtmeister.

Ya algo de ello había referido John Bainbridge en su biografía titulada Garbo, e incluso también la propia intérprete, en el esbozo autobiográfico que acometiera, contra lo esperado, por muchos. No obstante, jamás el mundo exterior identificaría su divismo con nada parecido a la jocosidad. Siempre fue, y seguirá siéndolo en el tiempo, el mito devorado por tintas empecinadas en llover sobre lo mojado de su supuesta impronta de misterio y enigma, retraimien­to y pesar.

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